Para explicarles lo prometido en el título, no hay más remedio que referirles tres anécdotas que, por sí solas, nada dicen; pero que, al sumarse, desvelan el “providencial designio” que me llevó a escribir este artículo. Para empezar, debo remontarme a mi segunda estancia (septiembre del 2015) como turista en Sigüenza. Entonces me alojé en una sobria y elegante hospedería de la calle Mayor. No sé viajar sin algunos de mis libros; pero esa noche elegí un volumen de las Obras Completas de Gerardo Diego, que me tentaba desde los anaqueles para uso de los huéspedes. Un par de años después, residiendo ya en la ciudad, indagué sobre la posibilidad de editar un suplemento o separata literaria de “La Plazuela”. Felizmente comprobé que se trataba de un deseo compartido; pero demorado –sine die– ya que el actual periódico no dispone del suficiente espacio como para albergar las colaboraciones de índole artístico-literaria que desearía. Y ahí quedó todo, a la espera de mejores tiempos. Por último, un día, consultando el espléndido libro de Javier Davara Viajeros ilustres en Sigüenza, di con un (para mí entonces) tan desconocido como peregrino personaje, un tal Bernabé Herrero. Soriano, diletante literario, funcionario de correos, que al ser destinado a Sigüenza en 1924, frecuenta sus círculos literarios y contribuye en gran medida a su efervescencia cultural. (Sigo el relato de Davara). Amigo de los hermanos Barrena, Estanislao de Grandes, la familia de Miguel y el abogado Eduardo Olmedillas (por cierto, alguien debería escribir la historia de esos tan entrañables como “letraheridos” ciudadanos que poblaron la Sigüenza de las tres primeras décadas del siglo pasado), Herrero cultiva la poesía y prodiga sus colaboraciones periodísticas en el semanario seguntino de la época: La Defensa (un periódico regional de índole independiente, fundado y dirigido por su amigo Olmedillas e impreso por la renombrada imprenta seguntina de Cándido Rodrigo).
A todo esto, La Voz de Soria decide nombrarle corresponsal en Sigüenza; pero, un tiempo después, es destinado a Madrid y deja la ciudad en 1929.
El caso es que Bernabé Herrero consiguió que plumas tan prestigiosas como las de Melchor Fernández Almagro, José María de Cossío, Jorge Guillén, José del Río Sanz, Gerardo Diego y Juan Larrea, colaboraran asiduamente en La Defensa.
¿A qué se debe tal poder de atracción intelectual por parte de un semidesconocido aficionado a las letras (por lo demás, un apasionado, aunque mediocre poeta provinciano de tantos), en un alejado lugar de los grandes centros vanguardistas e ilustrados de la España de entonces? ¿Cuál es esa última pieza del puzzle que nos falta para acabar de encajarlo todo y darle sentido?
Davara nos aclara que Bernabé había conocido a Gerardo Diego a la llegada de este a Soria como profesor de instituto, y, además, con Larrea compartió la tarea de la fundación del periódico La Voz de Soria. La amistad con Diego, esa de maestro a discípulo, perdura y se traduce, gracias a “su amigo inolvidable”, en la creación del suplemento literario de una de las más destacadas revistas de vanguardia española de la época, palestra de las últimas tendencias de los más prestigiosos ismos de ese período: Carmen, que Diego edita en Santander, para dar cabida al eco vanguardista despertado tras la conmemoración del centenario de Góngora (1927), año que, como nadie ignora, da nombre a toda una gran generación. Para nuestra fortuna, Diego (uno de los grandes del 27) delega en su querido Herrero la delicada e ingente tarea de ocuparse del suplemento de esa publicación, y decide darle el castizo y adorable nombre de Lola.
Tanto la labor de Herrero, como la de la Tipografía Rodrigo son encomiables. A partir de entonces, Diego establece un sentimental y prolongado vínculo afectivo con nuestra ciudad. El poeta santanderino se deja caer por Sigüenza en mayo de 1926, para supervisar los trabajos editoriales y gozar de sus aires y de sus delicias artísticas. El primer número de Lola (diciembre de 1927) sólo cuenta con dieciséis páginas, impresas a dos columnas; pero es un delicado lujo literario. Conseguirá llegar a los ocho números (la esperanza de vida de las revistas de vanguardia de esa época era –entonces y aún hoy– muy reducida).
Lola se despide en 1929; Lo suficiente como para que Sigüenza logre pasar a la historia de la gran poesía española del siglo XX. Todo un memorable mérito que no debe caer en el olvido. Si revisamos el panorama de esa clase de publicaciones durante los años de fiebre vanguardista, comprobamos que de las 75 publicaciones de esa índole que se publicaron en España, tan sólo cuatro de ellas no fueron editadas en capitales de provincia: L’amic de les Arts (Sitges), Atalaya (Lesaca), El Gallo crisis (Orihuela) y Lola (Sigüenza). Alguien debería ocuparse de que esos míticos ocho números figuraran, al menos en facsímile, en nuestra biblioteca.
Quizá ya ha llegado la hora de que nuestra ciudad recupere cierto protagonismo cultural, dentro del panorama de las artes y de la literatura española. Y sería una lástima que en ese (si quieren quijotesco) empeño tan sólo participara la iniciativa privada. Pese a todo, soy feliz testigo de que se está realizando una meritoria e irreprochable labor por parte de la concejalía de cultura. Aun así, aprovecho para hacer un llamamiento de urgencia a las autoridades competentes: les ruego que traten por todos los medios de posibilitar la existencia, aunque tan sólo sea, de un mínimo suplemento cultural de “La Plazuela”.
Son muchos los intelectuales y artistas que han elegido Sigüenza como su residencia (temporal o definitiva): brindémosles un espacio donde puedan mostrarnos y compartir sus experiencias. Todo esto viene a cuento porque, tal vez ingenuamente, aún sigo creyendo que esta ciudad merece ser (pese a su insoslayable decadencia económica), la indiscutible capital cultural de Guadalajara. Somos, debemos ser algo más que ese retórico e inerte “marco incomparable”, una linda y amañada postal del medievo para un turismo cuya precaria sensibilidad se conforma con un escenario serrano-manchego de “Juego de Tronos”.