La Plazuela en las redesVideos de La Plazuela

Tiene una obra Baroja, La nave de los locos, de la serie de novelas de Avinareta, famosa por replicar con razón en su prólogo a la teoría sobre la muerte de la novela expuesta por Ortega. Dice allí Baroja: La novela, hoy por hoy, es un género multiforme, proteico, en formación, en fermentación; lo abarca todo: el libro filosófico, el libro psicológico, la aventura, la utopía, lo épico; todo absolutamente. Hay que suponer que también la guía de viajes, porque dicha obra, para los seguntinos, es notable por la descripción que allí se hace de nuestra ciudad, vista a principios del XX, aunque la peripecia narrada corresponda a las guerras carlistas del siglo anterior. Hacia el final de esa novela hace Baroja una confesión ingenua y franca, que a muchos les ha parecido pura exageración, pero que a mí siempre me pareció acertada. Está visitando su personaje Alvarito la Alhambra, y dice el narrador, hablando por el propio Baroja: Aquel edificio famoso le impresionó mucho menos que la catedral de Sigüenza (7.ª parte, cap. XIII). Y es que tal vez estamos demasiado acostumbrados a pasear por las naves de nuestra catedral, y ya no somos capaces de sentir la emoción que sobrecogió al autor al penetrar en ellas.

Es el capítulo VII de la 5.ª parte, titulado “Feria en Sigüenza”, el que contiene las estampas sobre nuestra ciudad. Llega a Sigüenza en carro, pues iban a esta ciudad arrieros, sobre todo los miércoles y los sábados, que eran días de mercado. Viene por el camino de Medinaceli: Sigüenza, a lo lejos, con su caserío extenso, las dos torres grandes, almenadas, como de castillo, de la catedral, y su fortaleza en lo alto, le produjo a Alvarito gran efecto. Se instala, como el personaje de Galdós, en la Travesaña Baja, en una posada, pero su visita nos descubre otras lugares: En las proximidades de la catedral, en la plaza Mayor, en la calle Guadalajara, había gran mercado y muchos puestos de todas clases (…). Con estos baratillos alternaban verduleras (…) y muchos aldeanos con corderos y ristras de ajos al hombro. Pasaban los hombres con calzón corto, pañuelo en la cabeza o zorongo [que interpreta como resto de la indumentaria mora, y casi parecen maños de Aragón], y otros con grandes capas pardas, sombrero de pico, abarcas y un cayado blando de espino en la mano. Posiblemente el sombrero de pico sea una concesión a la escenografía decimonónica de la novela, pero lo cierto es que las descripciones de Baroja son casi fotográficas. Las mujeres traían varios refajos de campana [sayas], hechos con bayetas [paños de lana] rojas y amarillas, y algunas se echaban uno por encima de la cabeza. En las puertas de las posadas se agrupaban burros blanquecinos, con aire de viejos sabios, cubiertos con sus albardas. Subían hacia el pueblo arrieros, con recuas de seis o siete mulas de aire cansado. Entre la multitud correteaban, muy vivos y animados, los estudiantes de cura, con su hábito y su tricornio.

El personaje, sin venir a cuento, entra a visitar la catedral; es decir, es el propio Baroja quien la visita. Le pareció enorme, majestuosa. Le produjo verdadero asombro. En un reborde de poca altura, a todo lo largo de la nave lateral y del triforio [aquí, girola], había una fila de sillas y reclinatorios, verdes y rojos. Algunas pocas viejas rezaban arrodilladas, bisbiseando. Hemos llegado a oír nosotros ese rezo bisbiseado de las viejas, que de niños nos hacía reír. En el fondo de una capilla se veía una puerta abierta, con dos escalones para subir. La capilla le parecía llena de misterio. En el altar había abierto un libro rojo. Vio también Álvaro, en otra capilla, la estatua funeraria de un doncel leyendo un libro. Era el sepulcro de un comendador de Santiago, muerto por los moros en la vega de Granada. Esta noticia nos advierte de que alguien iba guiando esa visita… El personaje sale de nuevo a la plaza y allí es acosado por unos mendigos; por la tarde, regresa a la catedral para asistir al rezo de vísperas entonado por el coro de canónigos. Era algo terrible y solemne, con ese aire de majestad y venganza de los cultos romanos y semíticos. En aquella enorme iglesia, helada, aquellos cantos le dejaron sobrecogido.

Figura arrodillada. Actualmente en Santa María de los Huertos.

De su paseo por la Alameda, comenta algo sorprendente: se sentó en un banco, al sol, cerca de una estatua de piedra de un hombre arrodillado. Dado que Baroja no inventa apenas lo que describe, me preguntaba qué estatua sería esta. Hasta que un día, levantando la vista en la iglesia de Santa María de los Huertos, la descubrí incorporada a uno de los muros del presbiterio. En la restauración de la iglesia, después de la guerra civil, alguien decidió encajarla allá arriba.

No podía faltar en Baroja la nota crítica. Pasaron algunos estudiantes de cura en fila, con su manteo y su tricornio. Unos chiquillos, que andaban jugando, comenzaron a gritar: “¡Crua, crua, crua!”, imitando el graznido de los cuervos. Alvarito quedó asombrado ante esta manifestación anticlerical en un pueblo de clerigalla, del que decía un cantar satírico que todos sus habitantes eran hijos de frailes y curas. Luego, un sacristán, aunque ya dentro del espíritu de la novela, le hará esta revelación: Aquí, todo el mundo, gracias a Dios, es carlista.

Termina la visita aportando una información libresca sobre la acción militar de los franceses contra el Empecinado en el Rebollar; y concluye con una descripción, que puede estar tomada de cualquier otro lugar: la actuación de un hombre que, con un puntero, va explicando a los aldeanos las figuras de un estandarte. Cerca de allí, hay un charlatán vendiendo su mercancía.

En fin, Baroja nos ha dejado al menos unas cuantas estampas verídicas de su paso por Sigüenza a principios del siglo XX, cuando todavía podían verse muchos tipos populares. Su asombro al entrar en la inmensa penumbra catedralicia fue ejemplar y verdadero.

José Mª Martínez Taboada
Fundación Martínez Gómez-Gordo

Ediciones de La Plazuela - El Afilador

¡Nuevo!
Agotado