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Es sabido que fue paseando por un pinar cuando Ortega recibió la revelación fundamental de su filosofía. Cayó en la cuenta de que el estar él en en aquella concreta circunstancia, paseando entre los pinos, aquello no era sino su vida, y aquella su vida era la realidad inmediata; o dicho más técnicamente, la realidad radical en la que radicaban todas las otras realidades, incluida la de Dios; y aquella vida o realidad radical era algo previo a cualquier teoría. Aquello, su vida allí y en aquel momento, era lo evidente mientras que cualquier teoría era problemática, por lo que la Filosofía no debía ocuparse del hombre en abstracto, es decir, del hombre según una determinada teoría, sino que debía dar razón de aquella vida, la suya propia, como tal realidad primera. La importancia del hallazgo de Ortega en la historia de la Filosofía, más allá de lo que establezcan las enciclopedias, puede estimarse por su cercanía con lo que propone la meditación trascendental, ahora tan de moda. En su fórmula, yo soy yo y mi circunstancia, ese segundo yo es el ego que los gurús invitan a deconstruir… Lo malo fue que aquella revelación tan circunstanciada, en cuyo desentrañamiento discurriría el pensar orteguiano a partir de entonces, ocurrió en los pinares de El Escorial, y por unos pocos años no sucedió en nuestra Pinarilla, con lo que Sigüenza hubiese entrado en los manuales de Filosofía.

De aquel veraneo preparando oposiciones en Sigüenza nos han quedado algunas fotos y unas de las páginas más poéticas de Ortega, publicadas como Notas del vago estío, y firmadas por su seudónimo juvenil, Rubén de Cendoya. A lo que parece, su padre y él, alojados como veraneantes en la calle de San Roque con sus respectivas familias, alquilaron unas mulas a un seguntino, llamado Rodrigálvarez, que los acompañó en su excursión hasta Medinaceli, la tierra donde se había forjado el Mío Cid, gran poema fundacional de nuestra literatura.

Hay muchos que, al enfrentarse con la escritura de Ortega, perciben sobre todo lo que en ella había de énfasis retórico, de quien declama en un estrado su conferencia. No deja de ser un molesto prejuicio, porque Ortega, nos sirva o no nos sirva su filosofía de la razón vital, es uno de los indiscutibles prosistas de la lengua castellana, y un maestro de la metáfora, que para él tenía el rigor de los conceptos. Y Ortega era generoso, y en ese escrito nos ha dado algunas de las fórmulas más perdurables de la propaganda turística de la ciudad. Aquel “toda oliveña y rosa” referido a nuestra catedral, para expresar la coloración cenicienta de su piedra iluminada por el sol de amanecida. Y aquella visión de nuestro Doncel como alguien que aúna “el coraje y la dialéctica”.

Aprovechando las varias exposiciones que enriquecen la catedral, visito la capilla del Doncel, tantas veces clausurada por su reja. No es fácil captar la esencia de esa estatua funeraria, y su visión ha provocado muchas vanas apreciaciones en gente de paso, por más que el renombre de sus autores nos haya hecho creer que eran fórmulas dignas de recuerdo. Ortega, más alerta, logra una formulación concisa y densa de sentido, que sin agotar lo contemplado lo enriquece en la meditación. Podía haberse quedado en una evocación erudita del tema de las armas y de las letras, pero lo lanza como un programa, con lo que convierte al doncel en arquetipo, en modelo ejemplar. Pero ¿qué significa entonces la dialéctica?

La dialéctica es tensión intelectual, método para acceder a la verdad mediante la tensión de pregunta y respuesta, diálogo que mueve el conocimiento. Tal vez Ortega quiso decirnos que la lectura, por sí sola, puede valer ya tanto como una actitud filosófica... Según los últimos estudios, lo que el Doncel tiene entre sus manos, no pudiendo ser un Libro de Horas, que en la tumba había de ser leído de rodillas, tampoco desde luego es un libro de filosofía, sino probablemente un Libro de Fazañas, como los que aconsejaba don Juan Manuel leer a los nobles, para buscar en ellos ejemplos imitables.

Este inconveniente de cuál será el libro concreto nubla por un momento el entendimiento, pero pronto la serenidad de la estatua, su risueña complacencia en la lectura sobreponiéndose a la muerte, nos descubre la profundidad del vocablo elegido por Ortega: la dialéctica es la forma de la vida intelectual, y ante todo es vida. Lo que tenemos allí representado es una misteriosa dualidad: alguien que está muerto y que sigue vivo en su lectura: el “aquí yace”, el aquí está muerto, que proclama la lauda sepulcral, está rectificado y superado por lo que su imagen representa. Porque lo que representa es la vida intelectual, no ya la vida alojada en un cuerpo reducido a polvo, sino la vida sostenida por algo más espiritual, como ocurre con la lectura. Y digo espiritual porque cuando leemos es como si nos evadiéramos de nuestro cuerpo para vivir en el mundo que levantan las palabras. En el acto de lectura el que murió sigue viviendo.

En el fondo, lo que ha vislumbrado Ortega al contemplar la estatua funeraria del joven comendador ha sido una imagen de su propia vida; ha intuido allí la imagen de su coraje intelectual. Toda vida individual, biográfica, va a exigir coraje y dialéctica; no solo valentía para vivir, sino también búsqueda incansable de sentido y capacidad para atender al sentido que nos muestra la realidad. Un sentido vital que tal vez hay que descubrir durante la parte juvenil de la vida. Lo que la imagen funeraria de don Martín Vázquez de Arce ha fijado en alabastro, es ese momento en que empezamos a entender el sentido de la vida.
(Es mi hermana Pilar quien me informa sobre lo que puede estar leyendo el Doncel. A este propósito puede consultarse el artículo de la doctora Olga Pérez Monzón en el número 357 de la revista Goya).

José M.ª Martínez Taboada
Fundación Martínez Gómez-Gordo

Ediciones de La Plazuela - El Afilador

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