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Cerré mi portátil al término de un poema, para echarme a la calle y despejar mis ojos y mis sienes con un largo paseo. Descendí hacia la Plaza Mendocina, atravesé el Arco del Toril y el puente sobre el cambiable cauce del Vadillo, y tomé la carretera que asciende hacia el Cementerio y el pinar brindando una épica vista del margen oriental de la ciudad catedralicia. En breves minutos me encontré frente a los serios muros del cementerio, e inmerso en el ámbito natural de las coníferas respirando un aire gélido y limpio con vocación ascética y orante. Envuelto en la pátina austera e introversa de la diáfana y fría tarde, y obedeciendo a un súbito sentimiento que me pedía pisar la tierra, abandoné el asfalto dejando a mi derecha la tapia posterior del camposanto. La esponjosidad del suelo transmitió a mis pies una sensación de acogimiento y bienestar que ascendió por mis piernas, pecho y mente, permeándome con un sentimiento de comunión edáfica y placidez espiritual. Encaminé mis pasos hacia el sur hasta alcanzar una súbita y profunda depresión del terreno que me dejó encaramado en una rocosa atalaya. Desde ella contemplé la carretera que comienza en el Oasis (más utilizada como paseo peatonal) y las oscuras ondulaciones de pinares delineando el horizonte sobre el cielo del mediodía. Un abultamiento rocoso me proporcionó un útil y ascético asiento. Sumergí mi mirada en la silenciosa quietud del paisaje hasta hacerme yo mismo sosiego y silencio. ¡Oh excelso arte que nos nutre, natural poesía que nos eleva, polícroma y etérea música que nos calma!... Amando la arquitectura con la que la humanidad ha embellecido la superficie de la Tierra (hasta el arribo de la uniformidad del Modernismo con el hormigón y lo sintético) nunca siento, ante la desaparición de un bello edificio o un conjunto el de ellos, el sentimiento de tristeza que me embarga al contemplar la pérdida de la viva, bella, alimenticia y mansa arquitectura de la Naturaleza. En ocasiones, ante el deterioro o la destrucción de un entorno natural o terreno fértil, me he estremecido al pensar que hayamos traspasado límites inviolables y destruido irrecuperables ecosistemas vitales. Y me he preguntado si no hubiera sido mejor para los hombres y la Tierra, no haber sobrepasado la técnica del andamio en la construcción y los medios de la diligencia y el carro para los viajes y el transporte... Aunque debo confesar que disfruté tremendamente, durante mi adolescencia y juventud, los viajes en tren con las épicas locomotoras de vapor. ¡Claro! ¡En aquel entonces, para los de mi generación, la biosfera aún se consideraba eterna!

El rápido anochecer de enero me envolvió en mi retorno a hacia la ciudad. Las farolas a lo largo del paseo de la Ronda, estaban encendidas simulando un corredor para hadas y gnomos. La larga y quebrada silueta sobre el cielo formada por tejados, torres almenadas y ápices de cipreses, en lazando el aguerrido Parador y la meditativa catedral, me transportó a una época de caballeros y trovadores, cuando el Ogro devorador del Medio Ambiente aún no había sido despertado por la Ciencia y alimentado por la avaricia humana.

Descendiendo, hacia lo que mi exaltada fantasía había mutado en un resucitado Camelot, el aire frío traspasaba mi ropa… Una cota de amorosa malla le impedía llegar a mi piel.

Ediciones de La Plazuela - El Afilador

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