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Lo que dentro de cien años parecerán vanas elucubraciones, pueden haber sido graves conflictos morales. El tiempo todo lo cura, es verdad; pero, a la hora de escribir y publicar, ¿dónde está la línea roja entre lo que es nuestro y lo que pertenece a nuestra familia? Los escritores se justifican alegando que usan las memorias familiares a modo de collage: como meros elementos compositivos; sin embargo, esas traiciones a la intimidad pueden llegar a dañar a los más cercanos, simplemente porque no quieren que se hagan públicas. Y aquí llegamos a la cuestión decisiva: ¿de quién es realmente la historia de las familias? ¿No pertenece parte de esa historia al pueblo donde vivieron? Todas estas preguntas me surgían mientras iba leyendo La memoria de los olmos. Un libro de memorias escrito por Marta Velasco Bernal, publicado en el año 2002. Casi en el siglo pasado.Se cuenta en él nada menos que la historia familiar de los Bernales, y se cuenta por un miembro de esa extensa y conocida familia. Y yo creo que es uno de los relatos imprescindibles de nuestra bibliografía local.

La historia tiene dos planos narrativos. En uno asistimos a la conversación de la autora con su madre y su tía materna. La tertulia transcurre junto a un jardín en el que vemos pasar las estaciones; y en ella se evocan las viejas y repetidas historias familiares. Paralelamente, asistimos a esa propia historia idealizada por la ficción, con ecos del realismo mágico. Ciertos personajes tienen sus nombres en clave, pero en el mismo libro están desveladas esas claves. Así que hay en él un espíritu de desvelamiento. Como si al bordear la huerta de los Bernales, una mano amiga abriera la puerta y dijera: pasa, no hay secretos, solo vidas humanas con sus dolores y alegrías.

Comienza la ficción histórica en la época de los tatarabuelos de la autora. En el comienzo hay un pacto entre hombres, pero el relato se sostendrá sobre las mujeres: la bisabuela Ángela, la abuela Angustias (o Antonia), la madre Ana (o Juana), y la propia Alicia (avatar de la autora). De aquel acuerdo entre los tatarabuelos para la educación de un niño, saldrá el futuro matrimonio del patriarca de la estirpe, Manuel Bernal, que fue médico de la Sigüenza finisecular. Su primogénito, el abogado Antonio Bernal, casará con la heredera de una rica familia de comerciantes, y empezarán a residir en la llamada casa de los Bernales de la calle de San Roque. La famosa huerta será también parte de esa herencia.

Antonio Bernal y Antonia Gimeno tuvieron once hijos; entre ellos las dos hermanas que rememoran la historia familiar. Los personajes correspondientes a esas personas reales están presentados con mayor o menor profundidad. A través de los recuerdos de Juana niña, su hija Alicia (Marta) evoca y reconstruye los terribles sucesos seguntinos de la Guerra Civil. Entrados en Sigüenza, los milicianos llevaron a cabo numerosos juicios sumarios a la búsqueda de los jóvenes falangistas que, después de una pelea entre socialistas y señoritos tras el asesinato de Calvo Sotelo en Madrid, habían asesinado a Francisco Gonzalo, el Carterillo, presidente de la Casa del Pueblo. El hermano de Juana, Antonio Bernal, sin haber estado mezclado en esos hechos, fue denunciado y llevado al paredón del cementerio, donde fue fusilado. No fue el único fusilado. Primero fusilaron “los rojos”, después “los nacionales”. Media Sigüenza se enfrentó a muerte con la otra media, y si primero tuvieron que huir y esconderse unos, luego los que perseguían pasaron a ser perseguidos. Como en todas las narraciones de aquellos días trágicos, las notas realistas son estremecedoras; y no faltan las que tienen valor histórico. “Cuando las tropas nacionales entraron en Sigüenza ellas estaban en casa de las García, cerca del cañón que en medio de la calle Mayor disparaba contra la Catedral” (122).

Sin embargo, la narración novelada no se detiene en esa época; avanza por la posguerra, la dictadura y la transición hasta alcanzar los tiempos en que se produce esa conversación de la autora con su tía y su madre. Es al contar la infancia de Alicia cuando el libro se vuelve fascinante, como si todo un mundo desconocido se abriera para nosotros. Asistimos a una vida infantil en la finca de El Bosque. Esa finca, que había sido posesión del obispado, pertenecía entonces a la familia paterna de la autora (los Velasco), antes de volver a ser noviciado y albergue religioso. El Bosque acogió las ingenuas vivencias de una niña. Para llegar allí, había que recorrer un paseo poblado hoy de chopos, que son los verdaderos olmos de la memoria, junto a los que poblaban la Alameda. La evidencia que se desprende de ese relato es que el mundo de los niños siempre tiene puertas abiertas a la felicidad. El hecho de que, en medio de una posguerra, un niño pueda ser feliz tiene un poder reconciliador con la realidad.

Esa niña, inconsciente todavía de la verdadera historia de su familia, va creciendo ingenuamente bajo su protección. Y cuando llegue el momento de cuestionar los hechos del pasado, tiene en su corazón una riqueza que la pone a resguardo de las respuestas parciales o ideológicas. La felicidad de su infancia le permite evocar y sonreír frente a los que se asoman al pasado con afán justiciero. Allí está el amor infantil de la hermana por el hermano fusilado; allí la ruptura dramática entre dos primas hermanas por una religiosidad mal entendida; allí la epopeya de una mujer en un mundo machista estudiando una carrera de hombres; allí el costumbrismo de una Sigüenza de señores y criadas, de seguntinos y veraneantes, con gentes capaces de saquear la casa de los Bernales y luego ir devolviendo el botín cuando cambiaron las tornas.

Los seguntinos no podemos leer La memoria de los olmos como una novela mágica, porque está tan entreverada de realidad que nos entrega parte de nuestra historia. Hay que agradecer la generosidad de la autora, y entrar en sus páginas como invitados respetuosos.

José María Martínez Taboada

Fundación Martínez Gómez-Gordo

Ediciones de La Plazuela - El Afilador

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