Uno de los géneros típicos de la literatura local son las recreaciones poéticas. Así, a la hora de buscar los tesoros que esconde nuestra ciudad, en vez de a un folleto turístico podemos acudir a Elogio y nostalgia de Sigüenza, título extraordinario por más que repita el famoso de Marañón, del que su autor fue discípulo. Alfredo Juderías fue un médico escritor nacido en Molina de Aragón, veraneante seguntino y amigo aquí de Pepe Esteban, del arquitecto Labrada o del marqués de Santo Floro. El autor se dirige al lector cual si hablara a su amigo del alma, y haciendo de cicerone le va describiendo los monumentos de la ciudad en un lenguaje entre coloquial y barroquizante, trufado de vocablos añejos, términos artísticos y neologismos, con resultado en verdad pintoresco. Empieza en el Humilladero, pasea hasta Santa María de los Huertos, cruza la Alameda, contempla las Ursulinas y San Roque, sube a la Catedral, visita sus naves y capillas, sale a la Plaza, remonta hasta el Castillo, desde donde desciende a la Plazuela de la Cárcel y la de San Vicente, para dejarse caer por el Portal Mayor hasta el Seminario y el Asilo, bien pertrechado de arte e historia. El concepto de recreación se entiende mejor si, al acompañarle a la Catedral, atendemos a su aviso de que está siguiendo la obra de Villamil. Como ejemplo de su estilo valga este: La Travesaña Baja, por la que ahora vamos sin pedir licencia al Alcalde, es estrecha como lunes de cuaresma; larga como esperanza de pobre, y escurrida como bolsa de limosnero. Sus casas, desiguales, corcovadas, llegan hasta la osadía de tener por ventanas huecos (…), que sirvieran de mostrador cuando los judíos, en tiempos de los Católicos Reyes, sentados en alcatifas de paja, ofrecían humildemente, entre fragmentos de plata, de todo lo habido y por haber… Alfredo Juderías permite a veces que aflore la anécdota humana, como cuando evoca la vida de veraneo en la Alameda, o rememora unos juegos florales celebrados en el patio del Castillo allá por 1956 en memoria de doña Blanca. Distinta recreación es la lograda por María Antonia Velasco. El incendio de la casa de la Tesorería (1975), con el incidente del búho en la torre de la catedral, junto con el retrato costumbrista de personajes de aquel tiempo, hubiese dado para un reportaje periodístico. La autora prefirió el género de la recreación poética para su obra El eterno día de Sigüenza. Es un libro coral, donde los personajes medievales van alternándose con personajes de la Sigüenza predemocrática. Muchos de estos bien reconocibles; por ejemplo, Fermín Santos, que aparece como “el pintor” y cuyo retrato impresionista nos permite recuperar su menuda figura: El pintor es muy pequeño y muy reverente, con su escaso cabello peinado aplastadamente sobre el cráneo; la mano dura y doblada (51); esto nos trae el recuerdo de sus manos huesudas y su extremada cortesía. Dice más adelante: el pintor, que es socarrón y humilde, un hombre bueno e inteligente, tiende su colada de óleos en la calle, pegada a la fachada de su casa, al sol (56), y nos viene a la memoria aquella calle de San Roque de la infancia con los cuadros de don Fermín sacados a la acera y puestos a secar; y este es el poder de la literatura local, capaz de vivificar los recuerdos. El libro se apoya en la obra histórica de Minguella, y de la historia proceden muchos de los personajes que se asoman al libro: la viuda doña Toda, apodada la Canóniga por haber donado sus bienes a costa de vivir del cabildo hasta su muerte; el santo descabezado, San Martín de Finojosa, y su cabeza transmutada en reliquia de San Sacerdote, antiquísimo patrón seguntino; el dedo milagroso y perdurable del obispo Joscelino; la Santa Librada Wilgeforte de los falsos cronicones… Sin que falten los legendarios: el fraile giróvago, que predica a las monjas y se trasmuta en ángel robador de cabezas, o la enterrada viva en la cripta catedralicia con su hijito… Y otros tantos son los personajes de la Sigüenza de antaño: la Cagarreales, el canónigo don Galo, el obispo y su paje, la gran señora que muere en cama con dosel, los maduros enamorados marginales (amores de la funcionaria y el taxista, que ya había recreado en una obra anterior). De pasada aparecen otros como el alcalde, el óptico de la Alameda, el fotógrafo de enfrente de la Catedral o Paco el de las bicicletas. Del libro de María Antonia Velasco, nos inquietan los rasgos de carácter que atribuye a Sigüenza: Quiero hablar de ese algo indefinible, que es patente, no para el viajero ocasional, incluso ni siquiera para el estudioso, sino para el que lleva años paseando sus huesos por allí. Una faceta un tanto irritante y no menos seductora, que queda como un poso en todas sus manifestaciones: cierta soberbia mal acallada, que no vanidad; cierto saber estar despectivo, que no pereza; una distancia irónica con ella misma, que no sarcasmo; un engallamiento en situaciones extremas, una elegancia innata (9). Hablando de la casa que arde, y tras evocar aquellas cadenas de extinción que se organizaban para llevar cubos de agua hasta el incendio, nos dice: Sigüenza está acostumbrada a no exteriorizar sentimientos, y mucho menos a mostrarse espontánea (…). Sigüenza es una señorita educada entre el astuto escepticismo y otro poco en la resignada soledad. (…) Además, Sigüenza es bella, y la belleza es algo difícil de sobrellevar, un fardo casi tan pesado como el amor. La belleza pone en las ciudades un sello de gravedad, que diría Kierkergaard, las despoja de frivolidades, las da hondura. O sea, que la casa ardía bella, grave, escéptica y sola (152). Las recreaciones poéticas alientan esta libertad expresiva, cercana al poema en prosa. Ambas obras permiten asomarse literariamente a un mundo que conocemos por experiencia, que hemos vivido, pero que está como dormido dentro de nosotros y necesita que el impulso poético lo remueva. José M.ª Martínez Taboada Fundación Martínez Gómez-Gordo
CULTURA
Recreaciones seguntinas
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- José María Martínez Taboada
