Uno de los capítulos de curiosidades seguntinas más entretenido es el de la mención de compatriotas nuestros en las obras clásicas de nuestra literatura. Con ingenuidad perdonable nos emociona saber de algún seguntino que viva en letras de molde, más si hace siglos que vivió; y nos enfada cualquier atisbo de desprestigio…¡Cuántas vueltas habrá dado (y dará) el cura quijotesco y cervantino!, de quien dicen que nació como burla a los colegiales seguntinos por su proverbial ignorancia, y acabó siendo uno de los personajes más cultos y sensatos de todo El Quijote; cura imaginario y casi fantástico (por los artificios que imaginó para devolver a casa al cuerdo loco), que tal vez fue retrato de algún clérigo formado en la Universidad Seguntina conocido de don Miguel de Cervantes, y al que quisiera rendir un secreto homenaje.
Lo que sí es seguro es que otro de los grandes literatos del final de aquel Siglo de Oro, don Baltasar Gracián (1601-58), sí quiso hacer público homenaje a un deán seguntino real y verdadero, don Lorenzo Francés de Urritigoyti, dedicándole el tercer tomo de El criticón, publicado en 1657. Era y es la de deán la dignidad mayor del cabildo, y había sido introducida para sustituir al prior monacal en el largo proceso de secularización del cabildo seguntino. ¿Qué no hubiéramos rebuscado de la vida de este olvidado deán si hubiera sido Cervantes quien le dedicara su libro? Pero no es El criticón libro de muchos lectores, empezando por las dificultades de su prosa conceptista y siguiendo por su peripecia alegórica sobre el desengaño. Yo mismo no había pasado de hojearlo por obligación escolar, hasta que nuestro infatigable estudioso Pedro Olea generosamente me puso en la pista de ese dato, mera curiosidad para él, pero que me ofrecía como materia de esta miscelánea de historia local. Venía la recomendación acompañada de un sesudo artículo que explicaba cómo esa dedicatoria al deán seguntino tenía mucho más calado que la de un mero envío a un conocido. Resulta que ese tercer tomo está dedicado a la senectud (“En el invierno de la vejez” se subtitula), y la dedicatoria (que ocupa varias páginas) se sustancia con un barroco retrato de nuestro deán, presentado como anciano ideal. Un retrato hecho con artificio de alta sofisticación para lograr retratar esa “idea” de ancianidad concreta en un juego de espejos familiares, donde cada miembro de la familia va reflejando un rasgo elogiable del retratado… Antes de seguir adelante veamos un poco de ese retrato: “Así yo —le dice Gracián—, por no perder perfecciones, por no malograr realces, y tantos como en vuestra merced admiro (unos propios, otros ajenos, aunque ninguno extranjero [a vuestro linaje]), después de haber copiado [para vuestro retrato] lo virtuoso, lo prudente, lo docto, lo entendido, lo apacible, lo generoso, lo plausible, lo noble, lo ilustre que en vuestra merced luce y no se afecta [luce sin fingimiento] quiero carearle…” y comienza a carear su imagen con la de todos sus familiares esclarecidos hasta concluir diciendo: “Con esto queda coronado el retrato de blasones y de prendas, que todas van a parar en vuestra merced como en su primer centro, a quien el cielo espere y prospere”. Y yendo adelante el propio libro, en el cielo encuentran al deán los protagonistas de El criticón, los antitéticos Andrenio el impetuoso y Critilo el prudente, cuando arriban a la Isla de la Inmortalidad: allí se encuentran al ilustre deán con su bonete sobre la cabeza. Y no solo encuentran al deán, sino al propio obispo de Sigüenza, presentado como el héroe episcopal por antonomasia: “no hay mitra como la de Santos de Sigüenza”…
Poco testimonio ha dejado la historia local de este deán que llegó a representar para el cultísimo Gracián el epítome de la ancianidad venerable, y hemos de esperar a los próximos volúmenes de Pedro Olea para saber qué añaden sobre tal personaje sus investigaciones. Sí que ha quedado en cambio suficiente memoria de don Bartolomé Santos de Risoba (obispo de 1650 a 1657), pues no es otro el Santos citado por Gracián. Con decir que suya es la fundación del Seminario de San Bartolomé, cuyo edificio sigue dando realce a la calle Seminario, ya habríamos dicho bastante; pero es que este obispo es una de las figuras más simpáticas del episcopologio seguntino; aparte de que Minguella lo considerase uno de los más importantes de toda la historia diocesana, y es que en su breve pontificado de siete años transformó el urbanismo de la ciudad.
Don Bartolomé había sido colegial de nuestra Universidad, y ya era muy anciano cuando el rey Felipe IV lo presentó para la sede seguntina. Con sesenta y ocho años, ya estaba en edad de renunciar a semejante aventura, pero la ilusión de volver a la tierra de sus años mozos le hizo aceptar el traslado con verdadera alegría. Y llegó a Sigüenza con ganas, como todos deberíamos volver al país de nuestra juventud, dispuesto a dar un aire nuevo a la ciudad. Él consiguió que el concejo o ayuntamiento cediese unos terrenos baldíos extramuros para reedificar allí el Colegio Universidad de San Antonio de Portaceli, además del monasterio de Jerónimos; edificios que configuraron la nueva fisonomía de la ciudad antes de las obras monumentales de los obispos ilustrados. Además, fijó en un sínodo las Constituciones del Cabildo (impresas en Alcalá en 1660), que se mantendrían vigentes hasta el siglo XX, y se esforzó por reconciliar a sus señorías con el concejo de la ciudad (y verdadera amistad hubo de haber entre el deán y el obispo si Gracián los juntó a los dos en el cielo). Donó Santos Risoba libros al coro, mandó hacer el retablo de la capilla del Santo Cristo de Misericordia y quiso ser allí enterrado; pero una conjunción de circunstancias acabó con sus huesos en la iglesia del pequeño pueblo leonés donde había nacido. Murió habiendo sido presentado para Arzobispo de Compostela.
José María Martínez Taboada
Fundación Martínez Gómez-Gordo