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Era su primer día en el nuevo trabajo. Había dormido mal, muy mal, pensando en cómo presentarse, qué decir, cómo actuar, qué ponerse; y con mucho miedo ante lo que podría encontrarse.

Debía varios meses de alquiler y ya no cogía el teléfono cuando sonaba, sabía que era el casero amenazándola con el desahucio, cualquier día se presentaría en casa la policía; no encendía la calefacción pero, aun así, el poco dinero que conseguía limpiando el portal y las escaleras de un bloque de pisos y bajando a los contenedores las bolsas de basura de los vecinos, apenas le llegaba para pagar la luz y el agua y para malcomer ella y su hija de siete años. Del Charli no tenía noticia hacía mucho tiempo.

El anuncio decía: Caballero educado y formal necesita chica de compañía. Tres horas al día por las mañanas, 600 semanales. Lo leyó y dejó el periódico doblado sobre la mesa de la cocina. Cuando al día siguiente fue a trabajar, el presidente de la comunidad le comunicó que en la junta habían acordado contratar una empresa de limpieza y mantenimiento, que ya no necesitaban sus servicios. Le pagó los cien euros de la semana y le deseó suerte dándole unos golpecitos en la espalda.

Ahora se sentía ridícula enfundada en aquella minifalda de cuero que no se ponía desde antes de tener a la niña, cuando iba a las discotecas a ligar y conoció al Charli. Los tacones se le torcían al caminar, había perdido la costumbre, ahora solo usaba deportivas. Llevaba abiertos los primeros botones de la camisa negra, muy ajustada, y asomaba el comienzo de sus senos embutidos en encaje también negro; el pelo, que siempre se lo ataba en una coleta, se lo había lavado dejándolo secar al aire y le caía sobre el ojo derecho. Las únicas medias que encontró en el cajón tenían un roto en la punta del pie e intentó detener con esmalte de las uñas una pequeña carrera que ya llegaba al talón y amenazaba con subir por la pantorrilla. Se pintó los ojos con raya negra y mucho rimmel en las pestañas y los labios de rojo intenso.

Iba muerta de miedo y de vergüenza. Se iba a desnudar delante de un desconocido y a desplegar unas artes que ignoraba por completo. No sabía qué decir ni cómo empezar, había oído tantas cosas… a lo mejor era un sádico, torturador y asesino, seguramente la obligaría a hacer un streaptease mientras se masturbaba y luego quién sabe qué aberraciones se le ocurrirían o tendría ella que inventar. Al pensarlo le recorrió una náusea desde el bajo vientre hasta la boca y vomitó en el alcorque de un árbol.

Llamó al interfono del ático B y la puerta se abrió sin que nadie contestara. Subió en el ascensor mirándose en el espejo sin reconocerse. Tenía treinta y cinco años y ya no se acordaba de que era una mujer atractiva. Sentía unas enormes ganas de llorar.

Abrió la puerta un hombre alto que rondaba los cincuenta; vestía ropa cómoda de estar en casa y le pareció limpio y cuidado. Tenía una sonrisa agradable y olía bien.

—Cristal ¿verdad? Sígame, por favor —le indicó echando a andar por un pasillo largo y estrecho. Iba rozando levemente la pared con el dorso de la mano y parecía contar los pasos que los separaban de la habitación. A la luz de la ventana ella vio que tenía unos ojos como llenos de agua que no miraban a ningún sitio.

El hombre se sentó en la cama recostado sobre la almohada doblada y se quitó las zapatillas de piel; luego palmeó la sábana con la mano izquierda indicándole que se tendiera a su lado.

Ella comenzó a desabrocharse la blusa intentando caminar hacia él con movimientos insinuantes, pero se dio cuenta de que los ojos líquidos del hombre no podían mirarla. Él movió su mano derecha tanteando la mesilla de noche. Sacó un libro del cajón, se lo alargó y le pidió:

—Comience en el capítulo siete, por favor.

Ella leyó:

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera…

El hombre cerró sus ojos llenos de agua. Ella siguió leyendo, leyendo, ensimismada en aquellas palabras.

Al cabo de tres horas él musitó apenas entre dientes, tendiéndole un sobre:

—Lo ha hecho usted muy bien. La espero mañana a la misma hora. Disculpe, por favor, que no la acompañe a la puerta.

Ana Montojo

Ediciones de La Plazuela - El Afilador

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