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Lo primero que tengo que decirte es que vamos a celebrar con auténtica alegría tu despedida. El balance que nos dejas no puede ser más penoso y negativo y tu recuerdo estará siempre vinculado a la peor de nuestras pesadillas. Nadie podía imaginar que los buenos deseos expresados al iniciar el nuevo año, aunque fueras bisiesto, se truncarían tan pronto. Y, mucho menos, que el coronavirus llegado de China en plena cuesta de enero se llevaría por delante, unos meses después, a decenas de miles de españoles, dejando en evidencia a quienes pronosticaban que el Covid-19 era una versión atenuada de la gripe.

Pasarás a la historia como el año de una de las mayores crisis sanitarias y económicas de la era moderna. Serás estudiado por las nuevas generaciones en los colegios por ser protagonista del periodo de las ciudades desiertas, de los encierros domiciliarios, los estados de alarma, los confinamientos, las cuarentenas, los hospitales desbordados, las distancias sociales y por las recomendaciones muchas veces contradictorias de los expertos.

En la mente de todos nosotros quedan grabadas para siempre las muertes de seres queridos, el adiós en soledad de nuestros mayores, los aplausos solidarios de las ocho de la tarde a los profesionales sanitarios que luchaban desprotegidos por salvar las vidas de sus conciudadanos, los pasos de la Semana Santa suspendidos, el verano sin fiestas patronales, ni encierros, o las celebraciones familiares y reuniones sociales aplazadas sine die.

Salvo el anuncio de vacunas contra el Covid-19 para el próximo verano, todo ha sido un desastre. Cuesta mucho trabajo encontrar en este año 2020 noticias positivas que ayuden a ponerle a la vida algunas dosis de optimismo. El 7 de enero Pedro Sánchez era investido presidente del Gobierno, gracias a la abstención de ERC y EH Bildu, y cinco días después juraban o prometían el cargo los 22 ministros del gabinete más numeroso y poblado de la democracia, con una destacada presencia de representantes del Unidas Podemos. Sin embargo, casi en plena luna de miel, la nueva coalición de izquierdas encabezada por Sánchez e Iglesias tenía que afrontar una de las crisis más graves de la reciente historia democrática.

Lo que en un principio iba a ser “menos grave que la gripe”, “aquí no pasa nada” y “no existen razones fundadas para alarmarse”, derivó unas semanas después, el 15 de marzo, en la declaración del Estado de Alarma, con los ciudadanos obligados a permanecer encerrados en nuestros domicilios, salvo los trabajadores de servicios considerados esenciales. No voy a entrar a valorar la gestión del gobierno en esta pandemia, porque los resultados están ahí y cada uno puede sacar las conclusiones que considere oportunas.

Sin embargo, en esta carta de despedida a un año tan duro y cruel como el que nos ha tocado vivir no puede faltar el recuerdo y el agradecimiento a quienes han perdido la vida mientras luchaban en hospitales y centros de salud por salvar las vidas de otros ciudadanos. Las cifras de víctimas, aunque formen ya parte de las frías estadísticas, esconden detrás dramáticas historias de profesionales ejemplares: casi un centenar de médicos fallecidos desde el mes de marzo y 80.000 profesionales sanitarios contagiados. A pesar de que las televisiones no fueron capaces de ofrecer entonces la cruda realidad de los hospitales –algunos compañeros confundieron las mascarillas con las mordazas–, hay suficientes testimonios que demuestran en qué condiciones tan precarias tuvieron que afrontar nuestros sanitarios la avalancha de contagiados.

Tampoco podemos olvidar en este trágico balance del año 2020 a quienes, después de haber luchado tanto por España y por sus familias, fallecieron en el más absoluto desamparo y en la más triste de las soledades. Nunca agradeceremos bastante el sacrificio y la generosidad de quienes reconstruyeron este país después de una guerra que lo había dejado devastado. Nadie como ellos luchó tanto por la reconciliación y la convivencia y nadie como ellos se merecía más el agradecimiento, el consuelo y los abrazos que, por culpa de la pandemia, les han sido vedados.

Tras el paso del tiempo, cuando vayan haciéndose más visibles las consecuencias reales de esta crisis, tomaremos mayor conciencia de lo mucho que deberíamos de aprender de este año bisiesto que se acaba. En primer lugar, concienciarnos de que somos mucho más frágiles y vulnerables de lo que pensamos. En segundo lugar, aceptar que de esta vulnerabilidad no se libra tampoco el actual sistema público de salud, al que es necesario dotar de más y mejores recursos materiales y humanos. Y, en tercer lugar, tomar buena nota de que los problemas no se arreglan con discursos prefabricados –menos predicar y más dar trigo–, manipulaciones interesadas y ataques al adversario. Se arreglan invirtiendo más en investigación y confiando en los científicos.

En este año nefasto que termina, los rostros más reconocibles y relevantes de la crisis del coronavirus son los de Fernando Simón y Salvador Illa. El director del Centro de Emergencias y Alertas Sanitarias y el ministro de Sanidad están siendo, por decirlo de alguna manera, los escudos humanos del Gobierno en la defensa de la gestión de una crisis con efectos demoledores para el futuro más inmediato. Del comité científico seguimos sin saber nada.
Nadie podía imaginar hace un año que llegaríamos a estas fechas prenavideñas con tantas ganas de cambiar de calendario. Como te decía al principio, maldito 2020, no me cabe mayor alegría que ver como desapareces y te alejas de nuestras vidas.

Aunque, desgraciadamente, pasarás a la historia como “el año del coronavirus”, el año en el que se asfixiaron nuestros sueños y todo se vino abajo.

Javier del Castillo

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