Recordando mis artículos anteriores sobre la COVID-19, pensaba si estas colaboraciones estaban tomando forma de crónica de una pandemia. En abril pasado, me preguntaba si seríamos los mismos cuando todo pasara. El artículo siguiente trataba la cuestión de la vulnerabilidad del ser humano, del miedo como una emoción, no de un miedo que paraliza, sino con el matiz de su cercanía a la prudencia, que puede salvar vidas. Aun así, fue cuestionado, pues hay planteamientos que no son fáciles de asumir.
Entiendo que estamos en momentos de búsqueda a la desesperada de paños calientes que nos saquen del cansancio de la situación que ya se prolonga más de lo esperado. Sea sobre la pandemia o cualquier otra cuestión, es humano seguir en los medios de comunicación, sólo aquello que uno quiere escuchar, aunque pueda ser un riesgo si queremos cuidar, también, la salud intelectual. Siempre son más estimulantes los medios que hacen dudar de las propias convicciones, que los que reafirman las propias. O admirar la inteligencia de los que no piensan como tú que algunas simplezas de los de tu parroquia.
¿Cómo se ha gestionado la pandemia? No se ha tratado a la población como a ciudadanos adultos dotados de inteligencia. En ocasiones, un exceso de información, puede ser solo “ruido” que impide la reflexión y desinforma. En una entrevista reciente en la Fundación Juan March, el periodista Iñaki Gabilondo hablaba sobre los cambios de paradigma en los medios de comunicación convencionales, y utilizaba una metáfora para referirse a la información de calidad. Lo primero que escasea en las inundaciones, decía, es el agua potable. Se trata de identificar la información rigurosa, sea The New York Times, o cuatro chicos en su casa, sigue diciendo; la cuestión es ofrecer solvencia. En la proliferación de medios digitales y muchedumbre de señales que circulan, se salvarán los medios que la ofrezcan. Medios clásicos, grandes periódicos, como The Washington Post, han crecido. Los tradicionales conviven con los nuevos, con la prensa online, con los youtubers...
Hago este paréntesis, porque al abordar esta situación, o cualquier otra, hay una gran diferencia entre el sensacionalismo, que hace del drama un espectáculo de circo, y la autocensura. Autocensura que, profesionales del periodismo –aunque no sólo– declaran haber practicado. No alarmar a una población a la que no se consideraría adulta. Hay una frase, si no te gusta la realidad, niégala, pero hay una realidad que tenemos derecho a saber, que no se puede obviar, aunque no es siempre la que guste escuchar. Lo políticamente correcto, no es la mejor fórmula en una situación como la que estamos viviendo, que exige de todos una nueva mirada. No se mostró la realidad ni se está mostrando. Y son bien recibidas expresiones como nueva normalidad, brotes verdes, desconfinamientos –y artículos de opinión en la misma línea–. ¿Somos insensibles porque se trata solo de cifras? ¿Nos hemos acostumbrado?
A lo largo de este año, y sobre todo al principio, no se han puesto suficientemente de manifiesto en los medios, el dolor de las familias, el dolor en los hospitales, los fallecimientos. Sólo datos estadísticos, números, cifras, datos anónimos. Pero cada caso con nombre y apellidos y una historia familiar de dolor detrás de cada uno. De manera expresa, o tácita, se ha eludido desde el principio de la pandemia. Soslayar el dolor, la muerte, la tristeza, es un mecanismo de defensa del aparato psíquico, negando aquello que no queremos que exista. De ahí, los bulos y las corrientes negacionistas que proliferan.
En Duelo y Melancolía (Freud, 1917) dice que el acto de llorar a un ser querido implica graves desviaciones de la actitud vital normal. Ese dolor, único entre los trastornos, nunca se nos ocurre considerarlo un estado patológico ni remitirlo a tratamiento médico. Lo que hacemos es confiar en superarlo en un lapso determinado de tiempo. Consideramos que “cualquier interferencia en ese dolor es inútil y hasta perjudicial”.
No hay razón para negar la gravedad del momento que vivimos. Después del susto inicial, los miedos, el desconocimiento, los interrogantes, llegó cierto sosiego después de los casi dos meses de confinamiento. Llegamos a creer que sería cosa de poco tiempo más. Se habla de fatiga pandémica, no se pueden hacer planes y al no ver un fin cercano, los estados de ánimo han ido variando. La pandemia provoca ansiedad, desasosiego, apatía, cansancio, indiferencia y no querer saber.
Actitudes todas que hacen bajar la guardia, olvidar la prudencia, rebelarse contra las restricciones: algunos caminando por la calle sin mascarilla en actitud desafiante, fiestas, reuniones, y hasta bodas por todo lo alto. Como una reciente, donde parece que los únicos con mascarilla eran los empleados, los camareros.
La alternancia entre restricciones y relajamientos está funcionando como un tobogán. Cuando se toman medidas, bajan las cifras de fallecidos, de contagios y de ingresos hospitalarios. Y en el difícil dilema entre la vida y la economía, se relajan horarios, confinamientos, toques de queda, pues hay que agarrarse a algo, a alguna esperanza, con consignas que ya nos resultan familiares: salvar el verano, la Navidad, la Semana Santa…, y vuelta a empezar.
Aún sabiendo los efectos de pandemias de siglos atrás, nunca hubiéramos pensado que ésta pudiera durar tanto. Y están, por un lado, quienes reivindican el derecho a no obedecer las normas sanitarias, los confinamientos, o los horarios de toque de queda. Afortunadamente, también los que entienden la obediencia como una responsabilidad colectiva.
Por otro lado la virulencia de esta pandemia, que se ha llevado tantas vidas por delante, nos ha puesto frente al tabú de la muerte. Se centró la información en los fallecidos en Residencias, pero lo que ha ocurrido en los domicilios es un agujero negro.
¿Cómo se vive la muerte en las sociedades actuales? Considero esta pregunta pertinente, pues la negación de la muerte y lo que conlleva, era menor cuando ocurría en las casas, y cuando los ritos funerarios eran distintos. Ramón Gómez de la Serna, inicia su libro Los muertos y las muertas, con una evidencia contemporánea. La muerte, dice, es un valor en crisis, “parece que hoy en día ya no hay muerte, sino solo sepelios”. No olvido un caso de hace años, cuando llegó a mi consulta un matrimonio joven. Estaban preocupados y querían consultar por la madre de uno de ellos que estaba triste, afligida y no tenía ganas de nada. Por mis preguntas, pude saber que la señora por la que consultaban había tenido una pérdida importante, recientemente había muerto uno de sus hijos.
“Somos seres mortales, imperfectos, conscientes de esa mortalidad, incluso cuando la apartamos a empujones, decepcionados por nuestra complejidad, tan incorporada que cuando lloramos a nuestros seres queridos también nos estamos llorando a nosotros mismos, para bien o para mal. A quiénes éramos. A quienes ya no somos. Y a quienes no seremos definitivamente un día”. (1)
Se nos vende que hay que alejar la tristeza y el dolor, incluso en las desgracias personales. Se vende felicidad, inmortalidad, ausencia de dolor, eludiendo que somos vulnerables, limitados y que no todo es posible. En algunos países al informar sobre los datos diarios, se daban nombres, no solo cifras de fallecidos. La muerte es inherente a la vida, y al lado de una vida buena, puede haber una muerte buena.
Comprobamos que los primeros años del siglo XXI están siendo muy complicados. Ya no es solo guardar la distancia, no tocarse, no besar en los encuentros; también los efectos del aislamiento. Lo que viene será distinto y tendremos que aprender a vivir con el riesgo. Los virólogos advierten que en los últimos años hay, y habrá, más virus de los que había antes. Estudios recientes apuntan a que la crisis climática tiene mucho que ver en ello. Que virus y pandemias de siglos futuros puedan, si no acabar con la humanidad, sí diezmar sociedades. Todo ello no anima mucho precisamente.
¿Cómo enfrentar, entonces, un futuro lleno de interrogantes?
Una esperanza llegó de la mano de las vacunas: se están poniendo vacunas a menos de un año de la aparición del virus. A nivel científico, es difícil que hubiera ido más rápido. Con la llegada de las primeras, los calendarios de vacunación y los primeros vacunados –más allá de dudas y opiniones encontradas– nos agarramos a ello, con el aval de la comunidad científica. Pues la resolución de la pandemia dependerá de la capacidad de investigación y descubrimientos, basados en el método científico.
Así estamos. Sintiéndonos, por otro lado, unos privilegiados por vivir en el primer mundo, con el deseo de que las vacunas lleguen a todo el planeta. Esa es otra cuestión que llevará tiempo. Cuando se ha estado tratando que las vacunas estuvieran libres de patentes, muchos países se negaron, no sólo USA, también países europeos. Aquí ya entran en juego otros factores, no solo intereses económicos de los laboratorios, también políticos y éticos.
Y ahí andamos: entre esperanzas, optimismos, pesimismos activos y comprometidos, ingenuidades, creencias…, y el más vale pesimista advertido que optimista iluso.
Hay gran debate sobre los modos de vivir esta pandemia que ya dura demasiado. Artículos como el del periodista Pedro Vallín, reivindicando el optimismo y desmarcándose de la ingenuidad. Por el contrario el filósofo Santiago Alba, en un artículo reciente (2), sostiene que hay que ser pesimista y defender la ingenuidad. Apoya su argumento en diferenciar la condición humana de la condición histórica del ser humano. Termino con sus palabras. “Se puede vivir sin esperanza, pero no sin alegría. Se puede vivir sin esperanza y ser amable, generoso, ingenuo valeroso, chistoso, cuidadoso, estudioso, exigente y comprometido.
De hecho, creo que es la única forma de encarar con dignidad y sin cinismo –y sin renunciar a la historia– los tiempos venideros. Que empezaron, por cierto, hace ya mucho tiempo”.
Carmen Peces
(1) Joan Didiom, El año del pensamiento mágico, Ed. Literatura Random House
(2) Santiago Alba Rico, Contra el optimismo, 9/2/2021 en CTXT