Hacía tiempo que no pisaba el Teatro María Guerrero; desde el verano de 2010, cuando le hice una entrevista a Juan Luis Galiardo, coincidiendo con su interpretación de “El avaro” de Moliere que, para más señas, fue su último gran papel en los escenarios
Aunque estoy de acuerdo en que siempre hay que regresar a los clásicos, mi retorno al patio de butacas del María Guerrero no fue precisamente para ver a Lope de Vega, Calderón de la Barca o a nuestro paisano Buero Vallejo, sino para dejarme sorprender por una obra actual relacionada con las redes sociales y con el difícil ejercicio de la libertad en este nuevo soporte de comunicación. Estuve viendo con mi mujer y con un matrimonio amigo “Haga clic aquí”, melodrama producido por el Centro Dramático Nacional, y representado en una pequeña sala del María Guerrero.
La obra, basada en un hecho real ocurrido en Francia, describe la peripecia que vive una adolescente, a raíz de un vídeo colgado en Internet donde ella aparece en medio de una pelea, agrediendo con el tacón de su zapato a un joven de su misma pandilla.
Lo que en principio no pasaría de ser más que la típica pelea de chavales, al final de una noche de juerga y borrachera, acaba convirtiéndose en una auténtica pesadilla: en una cacería virtual contra esta joven, a la que miles de internautas insultan y amenazan, tras contemplar su rostro desencajado y enfurecido en el vídeo que había grabado un testigo de los hechos con su smartphone. Es lo único que saben de Ruth, pero no importa. Su foto ha aparecido en Internet y ha sido condenada por la multitud, pese a los esfuerzos de la familia para evitarlo. Está tan asustada la pobre que no se atreve ni a ir al Instituto.
El testigo de la pelea – abogado de profesión -, en lugar de llamar a la policía, pensó que tenía en su smartphone un bombazo, la gran exclusiva de su vida, la prueba irrefutable de un delito por agresiones. Nadie podría negar los hechos y pronto se convertiría en un personaje popular, en un famoso y renombrado letrado justiciero. Aquellas imágenes tan impactantes llegarían inmediatamente a todo el mundo a través de la red. Internet, para bien o para mal, sale gratis y no tiene fronteras. Tanto es así que pronto le proponen contar en televisión lo que vio aquella noche desde su vivienda. Mientras tanto, la ya sentenciada chica del zapato y su madre no saben cómo librarse de la presión de los medios.
Esta obra de teatro, interpretada por un buen reparto de jóvenes actores, denuncia los peligros que entrañan los nuevos cauces de acceso a la información, ante la ausencia de normas que los regulen. Pone en evidencia la perversidad de unos soportes en los que se violan con frecuencia los derechos a la intimidad y a la presunción de inocencia. La regulación y los controles en las redes sociales están tan en mantillas que puede pasar cualquier cosa.
De hecho, lo estamos viendo cada día. La aparición de personajes estrambóticos en la vida nacional – entre otros, el amigo Nicolás – son un ejemplo de lo que estoy diciendo. Además, existe otro elemento importante para la reflexión del que me hablaba el otro día un buen amigo, cada día más escéptico sobre el uso y abuso de las redes sociales.
En los lugares públicos es muy frecuente encontrarte con parejas que no se miran ni se hablan. Solo tienen ojos para la pantallita del móvil. Son jóvenes y no tan jóvenes que inclinan la cabeza delante de esa pequeña pantalla, como si les fuera la vida en ello. Jóvenes y no tan jóvenes que reciben mensajes y los contestan, mientras el camarero y los de la mesa de al lado observan con curiosidad la escena. No se miran, ni se hablan, ni se tocan. Parecen autómatas atrapados por el fulgor de un pequeño artilugio en el que no queda lugar para los sistemas tradicionales de expresar sentimientos, ni tampoco para apreciar el mundo exterior. La pantalla les ha creado una dependencia realmente preocupante, hasta el punto de no saber desembarazarse de ella. Cuentan su vida en 140 caracteres y se relacionan con la gente a través del escaparate de las redes sociales.
Las redes de Internet multiplican y difunden los mensajes a una velocidad de vértigo. Llegan a miles de seguidores, a millones de internautas, pero sin haber separado previamente el grano de la paja. Y sin poner obstáculos suficientes a quienes utilizan ese medio para burlar la ley, atentando contra la intimidad y contra la privacidad a la que tienen derecho otras personas.
De un tiempo a esta parte he observado con preocupación que suena mucho menos mi teléfono. La gente ya no llama como antes. Ahora te manda mensajes por wahsapp, te envía algún sms o te adjunta fotografías de dónde se encuentra en cada momento.
La comunicación oral cada día tiene menos recorrido y la escrita se mantiene en pie con dificultades, salpicada de abreviaturas, de monosílabos y de lugares comunes por culpa de Internet. Los jóvenes, en mi opinión, parecen estar ausentes. Pierden demasiado tiempo mirando al smartphoneo a la tablet, dando la espalda a las cosas interesantes y bellas que tienen a su alrededor.
Y deberían de saber que la pantalla nunca podrá sustituir al ruido de la vida ni al encanto de una agradable sobremesa.