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Cementerio judío en Marrakech

He tenido la fortuna de poder visitar algunos cementerios por el mundo. En el de Montmartre saludé a Cortázar y me fijé en algunas moscas juguetonas que intentaban atravesar los mármoles; en el de Novodevichy me quité el sombrero ante Chéjov, pero no tuve el valor de despojarme del capote delante de Gógol —Rusia es Rusia hasta en agosto—. No, no es necrofilia, ni mucho menos fetichismo por la figura muerta. Lo que ocurre es que un cementerio es la construcción humana que mejor sintetiza la cultura de un país.

Pongamos una madonna en un museo. La mejor madonna renacentista, la más perfecta de las de Rafael o Leonardo. ¿Nos ofrece más información sobre lo que es Italia que... una noche de difuntos, Sicilia, una casa apartada en la ladera entre pinos, vieja como vieja es su dueña, y su hija, muy joven, tan vieja como la madre, conversación en precario italiano, raídos muebles en salón algo siniestro, acorde a la fecha diríamos hoy, balcón o terraza con vista al valle, noche cerrada, el cementerio abajo, en la otra ladera al fondo de la cuesta, visión aérea perfecta de todos los detalles, muros blancos de cal y tumbas blancas, todo blanco de pureza salvo dos cipreses en un extremo, y velas, velas amarillas de luz amarilla, montones de velas, todas las tumbas cubiertas de velas vacilantes, y los pasillos entre lápidas, y el alto de los muros, velas que velarán toda la noche, las verjas ya cerradas a la gente pero no a las almas? Las familias en sus hogares, nosotros en la vieja casa con sus dueñas antiguas que quieren ser serviciales, intentando dialogar, buscando explicaciones en personas de cultura distinta pero semejante, cultura que se muestra, luminosa, en un solo vistazo desde la ventana, cuesta abajo…

El primer cementerio musulmán que vi fue el de Mequinez, el antiguo y gran cementerio del barrio de las almazaras, a extramuros. Cientos, miles de tumbas, todas iguales, blancas, dispuestas sobre una colina en un maravilloso caos. Y lo que más me impresionó: muchas de ellas anónimas, carentes de inscripciones. Más tarde vi el de Fez, en el que ya aparecen modernas lápidas de mármol rotuladas, deseo de pervivencia con nombres y apellidos. ¿Qué nos dicen aquellas tumbas blancas y lisas, que no dicen nada, y las nuevas de Fez? ¿Qué nos explican de las transformaciones de un país aún anclado en tradiciones y de su relación con Europa?

Me siguen impresionando aquellos cementerios en los que manda la regla de la uniformidad, no tanto formal como estética, en la que todos somos igualados por la muerte, también en su derivación funeraria. Como el cementerio judío de Marrakech, de sepulturas idénticas y anónimas, parecido al islámico de Mequinez, del que se diferencia por una mayor alineación de las tumbas. Como aquel vestigio, a ojos de un europeo, junto a una carretera desértica que deja un poblado, más allá del Atlas, que tuvo que ser interpretado como cementerio por las breves piedras irregulares hincadas en vertical, apenas diferentes del empedrado ennegrecido por la pátina del inmensamente bello desierto bereber.

Como aquella formación de arbustos postrados y tapizantes rodeados por un escueto vallado de madera que separa el recinto con abultamientos ocultos, deducibles como tumbas, de la calle moderna, normal, podría ser europea, en el centro mismo de la pequeña ciudad inuit de Ilulisat: fragmento de tundra groenlandesa hecha, con naturalidad, necrópolis.

Los cementerios tradicionales ingleses contienen en unas pocas estelas verticales sobre el verde y húmedo tapiz la esencia de todo el romanticismo de que es capaz la imagen de la muerte. Especialmente los pequeños cementerios de las iglesias de pueblo, casi siempre con algunos tejos custodios, bella reminiscencia celta que perdura. El de Whitby, que no tiene tejos, pero sí muchas estelas sobre la hierba al borde del mar, inspiró a Bram Stoker su romántico «Drácula», hoy degenerado en mil variantes vulgares. Lo cuál me trae a la cabeza esa cosa llamada Halloween, que hay que aceptar e incluso disfrutar, cómo no, pero sin resistirse a describirlo: exitosa propaganda de la industria norteamericana del entretenimiento (me niego a llamarlo «cine»), consistente en la reverencia, no a la muerte, sino más bien al proceso de morir, a la sangre y a las vísceras, al gore —anglicismo que deviene sinónimo perfecto de mal gusto—, culto pagano inconsciente —el peor culto posible— a la violencia escenificada, pero no a los muertos, no a su respeto y a su recuerdo tranquilo, como tranquila es la muerte consumada; ni siquiera es culto a ella misma: hasta los cadáveres se hacen vivientes, es decir, moribundos.

En los cementerios mediterráneos, como el de San Michele, que flota entre Venecia y Murano, o, sin ir más lejos, en el de Sigüenza, hay rectilineos cipreses que quiso captar Van Gogh mutados en rizos. El árbol sagrado de la antigua Mesopotamia y de los persas (en los frisos de Persépolis la figura del ciprés aparece por doquier) se transformaría luego, a través del mito de Cipariso, en símbolo del duelo eterno para los pueblos grecolatinos. Son cementerios, algunos muy bellos —me viene a la memoria uno frente al mar, en Cantabria—, de naturaleza domesticada. Los grandes cementerios victorianos londinenses, como el de Highgates, hoy, con justicia, atracción turística, son más bien parques algo asilvestrados, en perfecta consonancia con el gusto inglés por lo natural, y llama la atención la elegante uniformidad de las tumbas, estelas verticales hincadas, cabeceras sin lápida que cubra la tierra, solo una sencilla delimitación, como en los cementerios ortodoxos; superficies de piedra blanca atacada por los líquenes —hay tumbas desde 1830— o cubiertas por la hiedra que trepa también por la espesura, mientras ardillas y aves se acercan al recogido paseante. Impresiona en él leer nombres y fechas en tumbas no visitadas, tapadas por la maleza o torcidas, y pensar que la mayoría serán ya pasto del olvido a pesar del esfuerzo, grabado en piedra, deseo humano natural de permanecer. Me despierta cierta idea de desprendimiento este tipo de cementerios en los que, en lugar del «Es propiedad de» de las tumbas de nuestro inmobiliario país, suele rezar un sencillo «In loving memory» y poco más que el nombre. Cementerios con la humildad por norma, sin disonancias ni disparidades, en lugar de mausoleos excesivos de mármoles negros y dorados rótulos arrojados en caos disarmónico —que no fluye— arruinando una estampa que alguna vez fuera bella, como si todos compitiéramos por ser Faraón a la postrera hora, es decir, demasiado tarde. Decía Celestino Barallat a finales del XIX en sus «Principios de botánica funeraria», tratadito pionero en esa materia y ejemplar muestra de buen gusto, que habría que desterrar el color negro de los cementerios, que se debería «presentar en blanco la idea de la muerte a fin de que esta no se asocie con ideas macabras». Demasiado tarde, olvidado Celestino.

Un cementerio es una encuesta colectiva, la pregunta final y perfecta a la que tarde o temprano respondemos reflejando lo que somos cada uno y lo que nos mueve íntimamente como pueblo (sea para bien, sea para mal). Me gustan los cementerios anónimos, pero quizá aún más esos en los que, sin ser anónimos, como el de Highgates, se transmite, por medio del equilibrio que da la elegante equivalencia, mediante la hermosa paz de un entorno creado por el hombre y matizado por la naturaleza —hasta cierto punto abandonado a ella—, la idea de asunción, no ya solo de la muerte, sino singularmente del olvido, que, nos pongamos como nos pongamos, ha de llegar para cada uno. Quizá la mayor valentía vital, es decir, para vivir y hacerlo vitalmente, consista en la aceptación plena y profunda, distinta a la resignación rebelde, de ambas verdades inapelables.

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