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Con la llegada del tren, Sigüenza, desde el último tercio del siglo XIX, se convirtió en visita obligada para los intelectuales españoles. En Sigüenza se les hacía visible la historia de España, desde la Edad Media al siglo Ilustrado, como si hubiera quedado preservada en el tiempo. Uno de esos visitantes ilustres fue don Miguel de Unamuno. El recuerdo de esa visita perduraría en su memoria cuando, en uno de sus últimos cuadernos, ya recluido en su casa de Salamanca, se hace esta dramática pregunta:

—¿Por qué asesinaron al obispo de Sigüenza? (El resentimiento trágico de la vida, pág. 31).

Antes de escuchar la respuesta dada por Unamuno desde las profundidades de su obra, parece necesario asomarse a aquellos sucesos de la Guerra Civil en Sigüenza. Son sucesos trágicos, tan horribles en su realidad como lo significado en el cuadro de Guernica.

Desde la Guerra de Independencia, y durante las guerras carlistas, el paso de columnas militares había sido uno de los peajes habituales de nuestra ciudad; pero en 1936, aparece la guerra relámpago: una columna motorizada de unos quinientos milicianos se desplazó a tomar Sigüenza. Para estos milicianos no había ningún vínculo tradicional o sentimental con la ciudad ocupada, y llegaban con ánimo de venganza. Si la ocupación de los milicianos fue brutal, no hace falta recordar que la reacción de los “nacionales” no tuvo mayor humanidad: basta con ver las fotos de la ciudad bombardeada y la catedral agujereada y medio derrumbada por los cañonazos. Sin mencionar a los fusilados por ambos bandos. Es el “habéis vencido, pero no convencido” unamuniano.

Pero ¿quién era entonces el obispo de Sigüenza?

Don Eustaquio Nieto y Martín (1866-1936) fue un zamorano, hijo de un albañil y de una ama de casa piadosa, que ingresó a los doce años en el seminario, según puede leerse en la biografía de don Aurelio de Federico. Siguió una brillante carrera eclesiástica. Fue preconizado para la sede seguntina en 1916, tras la renuncia de fray Toribio Minguella; lo apadrinó el Conde de Romanones, famoso veraneante seguntino, presidente en la época de la Restauración del Consejo de Ministros. Llegó don Eustaquio a Sigüenza en el tren rápido de Barcelona acompañado de diversas personalidades, haciendo a continuación la entrada acostumbrada a la ciudad, subiendo en un caballo blanco hasta la catedral rodeado y aclamado por el pueblo.

Muchos hitos llenan los casi veinte años de su pontificado. Destacamos aquí sus manifiestos políticos: tanto su bendición a la Dictadura de Primo de Rivera como a la Segunda República; si bien, ante el nuevo estado de cosas, imparte normas a sus sacerdotes: “Pongamos especial cuidado en no mezclarnos en contiendas políticas”. Entre los hechos más significativos de su prelatura, estuvieron los fastos por el octavo centenario de la reconquista (1924). Una procesión recorrió las principales calles de la ciudad, subiendo hasta el Castillo por la calle Mayor y bajando por Valencia y San Jerónimo, siguiendo por Villaviciosa y Humilladero, hasta el Paseo de la Alameda (llamado entonces calle de Conde de Romanones), antes de regresar a la catedral por las calles de San Roque, Medina, Seminario y Guadalajara. Entre el recuento de los muchos actos conmemorativos, destaca esta anotación de don Aurelio, escrita casi sin darse cuenta: “más de 400 pobres fueron obsequiados con una suculenta y abundante comida”. ¡Cuatrocientos pobres! Ahí resplandecía la pendiente cuestión social, una docena de años antes del estallido de la Guerra Civil. En esa celebración fue entonado por primera vez el Himno del Centenario, que se canta por San Vicente, con más ecos del desastre de Annual de 1921 que de la realidad histórica del siglo XII… El comienzo de la persecución de la Iglesia Católica puso a la defensiva al obispo; y al perder el apoyo del Estado, se vio obligado a la reorganización económica de la diócesis, que pasaba a depender de los fieles, fomentando la labor de Acción Católica.

Don Aurelio de Federico, en dicha biografía, del año 1967, señala el detonante del estallido de violencia en la ciudad de Sigüenza, sin ninguna condena explícita: “Ávidos, pues, los falangistas [seguntinos] de tomar represalias ante aquel nefando crimen [el asesinato de Calvo Sotelo el 13 de julio], decidieron eliminar, con la violencia de las pistolas, al presidente de la susodicha Casa del Pueblo —a la sazón el cartero Francisco Gonzalo, alias el Carterillo—, y así lo hicieron efectivamente, sobre las doce y media de la noche de aquel mismo día 13 de julio”. De la Casa del Pueblo se había dicho unas líneas antes que sostenía y fomentaba el fermento revolucionario.

“El día 25 de julio, festividad del Apóstol Santiago, Patrono de España, para más doloroso contraste, Sigüenza fue invadida por las milicias rojas. Sobre las diez y media de la mañana llegaron unos doscientos hombres, número que aumentó hasta más de los quinientos en la primera hora de la tarde. Armados y en plan de conquistadores, ocuparon la Plaza Mayor y las calles más importantes. Les acompañaban algunas mujeres desenvueltas, que vestían su mismo atuendo: el clásico mono guarnecido de pistolas”. Al señor obispo, después de sacarlo del palacio episcopal y llevarlo ante un comité, constituido en la actual plaza de Hilario Yaben, se le permitió permanecer en su residencia.

Allí estuvo escondido hasta que el día 27 fue invitado a subir a un automóvil oficial del Ministerio de Gobernación. Lo asesinaron en la carretera de Alcolea, en las vueltas de Estriégana. Su cadáver carbonizado fue encontrado días después por un peón caminero. Sus restos fueron recogidos por los requetés y enterrados en la ermita de Alcolea. En el año 1946 se trasladaron a su tumba, y posterior mausoleo, en la capilla de la Inmaculada de la Catedral, una vez reconstruida esta, en acto presidido por su sucesor, don Alonso Muñoyerro. Actualmente está en proceso de beatificación.

He aquí la causa de esas muertes, según Unamuno: “No una España contra otra —la Anti España—, sino toda España contra sí misma”.

José María Martínez Taboada

Fundación Martínez Gómez-Gordo

 

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