La convivencia entre las culturas musulmana, cristiana y judía en el medievo español siempre fue difícil. Más allá de la imagen idílica que se nos ha querido vender bajo el lema de la “España de las tres culturas”, los historiadores se muestran de acuerdo en que sería más correcto hablar de una convivencia pacífica que se quebraba constantemente. De cualquier manera, esta convivencia se vería definitivamente rota cuando, coincidiendo con la reconquista, se produjo la expulsión de los judíos en 1492.
Hoy me gustaría ejemplificar cómo fue esta rotura poniéndonos en la piel de dos paisanos nuestros: el inquisidor Pedro Cortés, natural de Tendilla, y el converso seguntino Juan de Torres.
En las “Relaciones topográficas de España”, mandadas realizar por Felipe II alrededor de 1580, se habla del Licenciado Pedro Cortés, sacerdote, como hombre de letras, cristiano viejo y miembro de familia noble. Carlos V lo envió como inquisidor a Córdoba, donde ejerció durante dos años, destacando por su severidad con los judíos y musulmanes que quedaban en aquella zona. Tras este periodo en el sur, Cortés solicitó regresar a su tierra, lo que le fue concedido en 1535, nombrándolo Inquisidor del tribunal de Cuenca, cuya jurisdicción incluía las tierras del obispado seguntino.
Con su llegada se produjo un notable aumento de los procesos abiertos a las comunidades de conversos de la diócesis seguntina. Sólo un año después de su llegada, elaboró una lista de 83 sospechosos que debían ser arrestados.
Los conversos que vivían en el obispado seguntino habían disfrutado hasta entonces de una aplicación de las leyes bastante laxa. Mientras que la mayoría los judíos de Cuenca se habían convertido en los años que siguieron a las terribles matanzas de judíos de 1391, en nuestra región la mayoría habían seguido practicando su fe hasta el edicto de expulsión de 1492. En esta fecha aún existían en tierras seguntinas numerosas aljamas (comunidades judías). Incluso tras la conversión forzosa, a los nuevos convertidos de judíos de Sigüenza se les había permitido continuar con sus ritos, de manera más o menos oculta, sin ser apenas molestados por el Santo Tribunal.
Cuando Cortés llegó a su nuevo destino y encontró este panorama, decidió actuar con toda la severidad posible, convencido de que los conversos representaban un peligro real para la sociedad cristiana. Su mano dura tuvo sus frutos: duplicó el número de sentenciados a muerte procedentes de la diócesis seguntina.
También normalizó las detenciones durante largos periodos de tiempo, que tenían como siniestro propósito el derrumbe de la resistencia de los prisioneros ante los inquisidores, para así lograr sus confesiones. Entre 1535 y 1556 el tribunal capturó varios rabinos y descubrió diversos conventículos (grupos de rezo judíos) en Sigüenza, Berlanga, Cifuentes, Medinaceli y Almazán, enviando al patíbulo a 72 sospechosos de judaización.
Distritos inquisitoriales.
Juan de Torres nació en Sigüenza en 1492 de una familia de conversos. A diferencia de otras familias de antiguos judíos, que habían permanecido prácticamente encerrados en sus propias comunidades manteniendo sus ritos en secreto y autorizando únicamente los matrimonios con correligionarios, el padre de Juan se lanzó de lleno a la vida cristiana, llegando incluso a dar a Juan a una ama de leche cristiana (era creencia común que a través de la leche de las nodrizas se transmitían los atributos al bebé), con quien pasaría sus tres primeros años de vida.
El padre de Juan de Torres era boticario, y una vez que Juan aprendió a leer y escribir en Sigüenza, lo mandó como aprendiz de otro boticario a Guadalajara, pero a Juan no debió gustarle el oficio paterno, pues pronto lo abandonó para servir a nobles alcarreños. En 1510 se alistó en la Guardia Real al servicio de Fernando el Católico, con quien lucharía durante los siguientes ocho años en Italia y Navarra, trabajado posteriormente con el Marqués de Cañete en diversos lugares de Castilla.
Contrajo matrimonio y se mudó a Torija, donde llegaría a ser escribano y recaudador. Tras dedicarse durante unos años a recaudar el diezmo por el obispado seguntino, en 1520 se trasladó a Berlanga, donde se asoció con otros dos nuevos cristianos mayores que él. Dicha sociedad terminaría mal, y en 1524 regresó al servicio del Conde de Coruña. En 1534 llegó a ser el mayordomo de Gómez Suárez de Figueroa, embajador en Génova, convirtiéndose en un valioso empleado y siendo enviado por el embajador en varias ocasiones a España para llevar informes al mismísimo Carlos V. En uno de esos viajes, en las navidades de 1537, decidió pasar unos días con la familia en Torija, donde fue capturado por la Santa Inquisición.
Torres ya había tenido algún percance previo con la Inquisición. Aunque él mismo lo desconocía, la primera denuncia a su persona llegó en 1513, cuando fue acusado de haber blasfemado mientras jugaba a las cartas. Posteriormente, en 1528, fue denunciado por un vecino de Berlanga por comer carne durante la Cuaresma. Dos años después, fue de nuevo denunciado por blasfemia, al exclamar mientras bebía: “a mí no me den del vino que dicen ¡ohhideputa Santa María qué mal vino!, sino del que dicen ¡o diablo qué buen vino!”. Estas denuncias no fueron consideradas suficientemente graves para que el Tribunal le reclamara.
Pero esta vez el asunto era grave. Al frente del Tribunal ya estaba el tendillero Cortés, quien no tenía ningún escrúpulo en usar la tortura y preguntas capciosas para extraer la información que le interesaba. En septiembre de 1536, el hijo de uno de los antiguos socios de Torres, mientras era torturado, accedió decir a los miembros del tribunal lo que quisieran oír, con tal de que terminaran con su tormento. Le preguntaron que quién estaba en una reunión en casa de uno de los socios de su padre: dio seis nombres, entre los que estaba el de Juan (tras la confesión exclamó: ¿qué más queréis que os diga? ¿Que todo el pueblo estaba allí?). El mero hecho de que fuera nombrado fue excusa suficiente para que Cortés ordenara su detención.
Aparece en nuestra historia un personaje que sería crítico para el futuro de Juan de Torres: Fray Pedro de Orellana, un cristiano viejo de Trujillo, fraile secularizado, antiguo soldado, predicador carismático, poeta y entregado antisemita. Orellana había estado en la prisión de la Inquisición de Cuenca acusado de luteranismo, resultando sentenciado a cadena perpetua en 1531. Mientras cumplía su sentencia, de alguna manera tuvo acceso a los expedientes de los presos que allí estaban, por lo que conocía todos los asuntos de sus compañeros. En 1537 se le concedió un indulto, bajo el juramento de guardar en secreto todo lo que sabía. Orellana hizo exactamente lo contrario: tan pronto como se vio libre, viajó a la diócesis seguntina para vender la información que tenía a las familias de los presos. Unos meses más tarde, fue detenido en Atienza, donde le pusieron los grilletes.
La mala fortuna quiso que coincidiera en la celda con Juan de Torres, que había sido detenido recientemente. Al principio hicieron buenas migas, pues ambos habían sido soldados y eran hombres cultos. Torres observó que el muro de adobe de la prisión atencina era bastante endeble, y acordaron un plan de escape, que llevaron a cabo unos días después. Pero los grilletes que llevaba Orellana les ralentizaron mucho y unos campesinos los encontraron pocas horas después.
Formulario de la inquisición Cuenca-Sigüenza
Tras el intento frustrado de fuga, fueron enviados a Cuenca, a una prisión sucia, infestada de piojos y abarrotada de presos, donde la relación entre ambos se deterioró rápidamente.
Fue entonces cuando Orellana acusó a Torres de haberse confesado judío durante su estancia en la prisión de Atienza. Para completar su suplicio, Orellana escribió unos versos en los que acusaba e insultaba a Torres, que tituló “Coplas a un marrano que prendió la Inquisición”, y se dedicaba a leérselos a la cara durante su encierro (se conserva copia de dichos versos).
Durante los primeros 18 meses, el proceso de Torres siguió el curso habitual: el abogado de la acusación presentó los cargos, Torres se declaró inocente y se recabaron testimonios por ambas partes. Pero en septiembre de 1539 Cortés decidió acelerar el proceso y puso a ocho testigos de Berlanga en contra de Torres.
Para ello siguió siempre la misma táctica: tras hacer una serie de preguntas generales de las que no obtenía incriminación alguna, Cortés les hacía una pregunta directa culpando directamente a Torres. En una primera respuesta no obtenía nada, pero entonces procedía a encerrar a dichos testigos durante unas semanas, al cabo de las cuales les volvía a realizar la misma pregunta. Entonces los testigos comenzaban a “cantar”.
Torres redactó un largo escrito en el que trataba de defenderse de las acusaciones vertidas contra él, a la vez que condenaba el horrible estado de la prisión, las humillaciones que sufrían los internos y las torturas usadas por la Inquisición para obtener confesiones “a la carta”. Comentaba que las celdas estaban tan abarrotadas que los prisioneros apenas se podían dar la vuelta mientras dormían, que ellos mismos debían limpiar la basura y los excrementos, mientras les atormentaba la idea de que todos sus bienes habían sido requisados y sus hijos crecerían en la más absoluta miseria.
Pero el escrito no surtió ningún efecto. Otros seis meses pasaron sin que el caso avanzase, y Torres presentó una nueva serie de preguntas para los testigos, pero de nuevo los inquisidores ignoraron las peticiones del preso. Así pasó otro año cuando, de repente, los miembros del tribunal decidieron cerrar el caso de
Torres por la vía rápida, sentenciándolo a muerte aprovechando un auto de fe que próximamente iba a celebrarse en la ciudad.
En un último intento por salvar su vida, el seguntino escribió una carta en la que pedía clemencia y confesaba todos los crímenes de los que era acusado. Se trataba de una táctica desesperada ante la inminencia de la ejecución, pero ni siquiera la confesión ablandó los corazones del jurado, y la sentencia fue confirmada unas semanas después.
En los días que precedieron al auto de fe, Torres escribió una larga declaración en la que renegaba de su carta autoinculpatoria y exoneraba de responsabilidad a todas las personas que en ella aparecían. En ella también se autoproclamaba un mártir cristiano por morir por causa de la religión siendo completamente inocente.
Cuando llegó el día de la ejecución, el 29 de septiembre de 1541, al pasar camino del patíbulo junto a Pedro Cortés, Torres le gritó que tenía derecho a decir sus últimas palabras, pero Pedro Cortés se limitó a señalarle que se mantuviera en silencio con un gesto, a lo que el seguntino respondió lanzando el trozo de papel con su declaración a los pies del inquisidor (se conserva copia de la misma en el expediente de su juicio). A pesar de este último gesto dramático, Juan de Torres moriría esa misma tarde.
Nota: Este artículo se basa fundamentalmente en investigaciones de Sara T. Nalle, publicadas bajo el título “A forgotten campaign against the Conversos of Sigüenza: Pedro Cortés and the Inquisition of Cuenca”