Tiene Van Gogh una serie de dibujos sobre árboles desmochados, de coronas de ramas que rebrotan formando una cabellera sobre un tronco mutilado, de sus primeros años como artista en su Holanda natal. Son dibujos realizados con tinta y lápiz, con toques de acuarela, de calidad monocromática, en característico estilo de trazos que forman los volúmenes de los troncos o los entramados de las hierbas y las ramas. Yo no conocía la faceta del holandés como extraordinario dibujante hasta que encontré estas obras en internet, hace algunos años, encasillado en el estereotipo del pintor de colores vivos y contrastados. Aunque si se piensa, los trazos moldeados, que forman relieve en sus lienzos, no son sino una transposición de su esmerada técnica de dibujante al color y la pastosidad del óleo. Después, es decir, una vez “abierto el ojo” a ellas, he tenido oportunidad de disfrutar en directo de algunas de esas obras esencialmente gráficas en distintos museos del mundo, singularmente en el de la fundación que lleva su nombre, en Amsterdam.
La serie se puede encontrar en internet fácilmente buscando la palabra en inglés “pollard”, que significa “desmochado”: “Pollard willows”, por ejemplo (sauces podados o desmochados en español). Una de aquellas obras llena el fondo de pantalla de mi ordenador portátil desde hace algún tiempo: “Abedules podados” (“Pollard Birches” en inglés). Fue la primera con la que me topé y aún sigue siendo mi favorita de la serie. Ese dibujo, aparentemente secundario en la prolífica obra del pintor, siempre me suscitó algunas preguntas. Preguntas del tipo ¿dónde está la belleza de un ser vivo mutilado? Porque lo que yo veía –y veo– en esos dibujos, en ese concreto de los abedules rebrotados sobre cabezas mil veces torturadas que se engrosan por efecto de las cicatrices superpuestas, al final de troncos perfectos como columnas, lo que aprecio y admiro en esas imágenes, no es el logro de la transmisión de ninguna sensación de incomodidad, como la que puede emanar de las pinturas oscuras, retratos y grupos rurales (“Los comedores de patatas”), de la misma etapa del autor, o de los autores expresionistas contemporáneos de él y posteriores, obsesionados con reflejar lo más profundo de la tribulación humana. No, lo que me produce ese dibujo de árboles desmochados y maltratados es, paradójicamente, una sensación de belleza pura, sin matices desasosegantes: lo bello de una alteración humana respecto a una situación natural previa, la belleza misteriosa de la desnaturalización.
Acacias de La Raposera con nieve. 2015.
Cuando se sube al cementerio por el camino de La Raposera, en Sigüenza, nos encontramos con un cuadro vivo de acacias desmochadas. Como todo seguntino, he recorrido ese camino cientos, si no miles de veces, desde la más temprana niñez, y todavía sigo recorriéndolo a la menor oportunidad, como si esa traza de tierra entre frondosos pinos y árboles torturados consistiera en el recorrido esencial de nuestras vidas. Son acacias humildes, como los sauces desmochados de Van Gogh, resultado de mil podas previas y, sobre todo, de una última, antigua y no repetida, a partir de la cuál han crecido tallos largísimos e infrecuentes, dos, cuatro, ocho por tronco, que han formado verdaderas estatuas posmodernas de creación mitad humana –el resultado artificial de lo rebrotado–, mitad divina –el tronco natural y superviviente al hacha–.
El filósofo escocés Francis Hutcheson argumentaba que la belleza es “unidad en la variedad y variedad en la unidad”. Y me vienen a la imaginación los teselados infinitos de campos de cultivo castellanos, o de prados rodeados de sotos del norte, de heterogeneidad equilibrada, de aleatoriedad homogénea. La conjugación insensible y elegante de la obra paulatina del hombre sobre la naturaleza, capaz de generar una “variedad uniforme” consistente en la eliminación parcial sin suplantación total, imposible de repetir con la acción drástica de la rapidez de lo contemporáneo y su poderosa y, a menudo, devastadora técnica. Sensaciones y matices profundamente imbuidos en el subconsciente por el mecanismo de la repetición del visionado de una imagen, de un fragmento del mundo. Ese subconsciente que, sin duda, aflora al ver un dibujo de Van Gogh que, en su esencia, encaja inmediatamente en la imagen del fondo del cráneo de acacias maltratadas y a la postre indultadas y respetadas. Ese sentimiento de una peculiar belleza, que se hace finalmente universal, pero de la que no es posible su explicación sino por la simiente de la costumbre, por la continuidad de las observaciones, sean conscientes u ocultas, que acaban por moldear un carácter quizá específico, ligado a un terruño y a un paisaje. Y que aflora inevitablemente, una y otra vez, como pelo de una dehesa universalizada y abstracta, en el alma del que mira, por más que lo haga, como un Ibn Battuta redivivo (“No he salido nunca de ese patio lleno de naranjos de mi casa de Granada”), en el más remoto de los paisajes o de los centros de arte del amplio mundo.