Hay un arte de contemplar las piedras en el que el artista es el que observa. Caminando por el pinar de Sigüenza, paso junto a la Peña del Huso y se me ocurre sentarme frente a ella. Me pongo a contemplar, con propósito artístico, el imponente monumento pétreo. Veo sus capas rubias y rojizas amontonadas en estratos, sus texturas de arenisca milenaria, ¿se podrá decir “millonaria” cuando contamos el tiempo? Triásico inferior, es decir, de antes de los dinosaurios.
Cincuenta millones de años se apilan desde la base hasta la punta del monolito. Todo empieza hace unos doscientos cincuenta millones, cuando deltas grandiosos desaguaban el único gran continente, la Pangea, en un océano del que este punto nuestro era orilla. Desde que se depositaron aquellas arenas que luego se compactaron, la erosión, que es como decir el azar, ha ido socavándolo todo. La razón por la que las fuerzas desmoronadoras decidieron respetar un testigo aislado en forma de pilar rocoso es un misterio. Habría que preguntar a ellas y, de paso, elevar una protesta por hacernos sentir tan insignificantes.
Mientras la mente navega por la fauna triásica —seres mitad reptil, mitad mamífero— y por paisajes poblados de extraños árboles extinguidos, me acerco a orillas más terrenas para adentrarme por los caminos del arte. Al fin y al cabo estoy concentrado en crear mi obra artística, mi obra de contemplación. Y se me ocurre una idea. Excitado, voy a documentarme a casa, que además cae la tarde y ya hace fresco.
En 1917, se cumplen precisamente 100 años en éste que empieza, el antiartista francés Marcel Duchamp, del movimiento dadaísta, tomó un urinario de loza del almacén de la esquina, lo firmó con un seudónimo y lo puso en un pedestal titulándolo “Fuente”. Había nacido el “ready-made”, el invento más rompedor del arte —tómese en el sentido que se quiera— del siglo XX a juzgar por sus fecundas consecuencias. Ya no hacían falta habilidades manuales especiales para ser artista. La creación artística consistía esencialmente, a partir de Duchamp, en tomar algo ya elaborado para cambiarlo de contexto, dándole un significado nuevo. Hasta la pintura de un cuadro es materia previamente elaborada que se reubica de otra forma. Duchamp seleccionaba objetos cotidianos (el urinario, un botellero, una rueda de bicicleta) y los llevaba a la sala de exposiciones. Era un arte “ya hecho” (ready made), en el que lo de menos era la manufactura, que al fin y al cabo era un engorro que quitaba tiempo para lo importante, que era imaginar. Si se pensaba en Miguel Ángel al hacer surgir el David del bloque de mármol, era evidente (no se ría el lector, que esto es serio) que la única labor del artista había sido elegir qué porción de la piedra quitaba y cuál respetaba.
Podía haber elegido que saliera un Zeus, que también estaba dentro de la piedra, pero decidió otra cosa. De ahí la famosa ecuación del dadaísta francés: “objeto elegido = objeto construido”.
Los primeros que estuvieron de acuerdo con Duchamp fueron los surrealistas, que acotaron el concepto de “objeto encontrado”, algo más amplio que el “ready-made” (no entraremos en tecnicismos). Como ejemplo, alguna de las esculturas de Dalí consistente en restos de automóviles o de chatarra que, efectivamente, él “se encontraba” (en el basurero). El resto es historia, y solo hay que pasarse hoy día por cualquier museo de vanguardia para asombrarse (digámoslo así) de lo que puede dar de sí una idea ya centenaria.
O más que centenaria. Porque lo que no sabían los dadaístas en un primer momento es que la idea es en realidad milenaria. Los chinos, y después japoneses y coreanos, llevan siglos recogiendo piedras de formas llamativas para exponerlas como obra de arte digna de contemplación. Pedruscos simplemente extraídos de la naturaleza, colocados sobre una peana de madera o una bandeja como objeto decorativo. Tales rocas (gongshi en China, suiseki en Corea y Japón) pueden evocar seres vivos o, más comúnmente, montañas y escenarios naturales a escala. Pero se trata de algo más que decoración, y aquí ya entramos en terrenos de las filosofías orientales, pantanosos para nosotros en Occidente. El Tao prescribe la necesidad de alejarse del mundanal ruido para encontrarse con la naturaleza. Pero en época de los imperios, la mejor manera de prosperar era hacer carrera en la corte, como empleado del estado, lo cuál obligaba a vivir en las capitales. Esas piedras recogidas eran remedo de lo inaccesible, una copia a mano de esa naturaleza que no se podía vivir y meditar, como era preceptivo, en directo. Nace aquí ese “arte de contemplar las piedras”, que, como se ve, es casi tanto arte como filosofía.
La similitud con Duchamp y los surrealistas es clara: en Oriente, el “objeto encontrado” es un elemento de la naturaleza, en lugar del objeto industrial de las vanguardias europeas. Pero en lo demás no hay diferencia: hay arte —y de hecho hay todo un canon— a la hora de elegir una piedra, por su forma, por sus evocaciones, por sus significados profundos en el pensamiento oriental. No solo hay un sutilísimo «arte de la contemplación» en esta actividad ancestral, sino que, parece obvio, hay ante todo un “arte de la elección”, que resulta previo.
Pero retomemos el hilo. Como decía al principio, paseaba por el pinar de Sigüenza y me he encontrado con la Peña del Huso. El lector ya empezará a imaginar la fantástica idea que ha surgido de la “contemplación artística” del extraordinario peñasco.
Duchamp y sus seguidores sacan objetos de su contexto sin apenas modificarlos para estimular que el observador genere nuevos significados, en un intento de expresividad artística según el cuál observador y creador se comunicarán a través del objeto. Perdonen, ya lo sé, no soy yo, son cosas del arte moderno.
Se supone que los significados o sentimientos despertados son múltiples —polisemia del arte—, dispares según el observador, o incluso dentro de un mismo observador, el cual reaccionará al objeto artístico según su entorno cultural, experiencia, sensibilidad, bagaje, hora del día, etc. Personalmente, al sentarme a contemplar la Peña del Huso, entre otras cosas me vienen a la cabeza los Lystrosaurus del Triásico, sea por deformación profesional o por frikismo, que también. A otros les sugerirá el desierto de Arizona (si se es de Arizona), su infancia o un cuadro de los simbolistas rusos, cualquiera sabe. Está claro que la Peña del Huso, como diría el teórico del arte Arthur Danto, cumple el requisito de toda obra artística de consistir en “significado encarnado”, múltiples significados de hecho, encarnados concretamente en piedra, que es una manera como otra cualquiera de encarnarse los significados. ¿Se dan cuenta de lo que acabamos de descubrir? Efectivamente: no hace falta sacar la Peña del Huso de su contexto, como hacían los dadaístas, para que genere infinidad de significados, es decir, para ser candidata a “objeto artístico”.
¿Qué le falta, pues, a nuestra Peña del Huso para que se convierta definitivamente en obra de arte? Es evidente: un autor. Un artista que se exprese a través de ese “objeto encontrado”, alguien con el que se comunique el observador mediante los arcanos del universal lenguaje del arte. Es decir, un artista que “se la encuentre” y la “declare arte”. Como lo del urinario.
Pues bien, ahí vamos. Cien años justos nos separan de Duchamp. Me tiemblan las piernas. En este inicio de 2017, yo, abajo firmante, me declaro autor de la obra “Peña del Huso”, sita en el camino del Oasis del Pinar de Sigüenza. Elijo el objeto y lo dejo donde está, por dos razones: porque pesa mucho, esa es la razón accesoria, y porque elijo no moverla de ahí, que para eso es mi obra de arte y hago con ella lo que considere adecuado en favor de mi expresividad.
Queda superado de esta manera Duchamp, que se empeñaba en llevarse los objetos a la galería de arte para estimular la búsqueda de significados. ¿Qué necesidad hay?
Al contrario que Duchamp, no voy a firmar la obra. Y no lo voy a hacer porque elijo el objeto, trascendido ya en obra de arte, tal y como es, sin absolutamente ninguna modificación, ni adiciones, ni eliminaciones, ni siquiera de ubicación. Declaro éste el segundo principio de este nuevo movimiento artístico: el primero es, obviamente, en directa inspiración oriental, que la materia prima de nuestro nuevo arte sea un objeto de la naturaleza, un “objeto natural encontrado”; el segundo podría quedar algo así: “queda prohibida su modificación en lo más mínimo, incluido el cambio de ubicación”. Dejo de todas formas la labor de redactar un manifiesto, e incluso la adjudicación de un nombre para la historia, a futuros practicantes del movimiento, que sin duda pronto surgirán. Huelga decir que mi “Peña del Huso”, aún siendo de las mejores, no es la única obra que he realizado hasta el momento. Dispongo, de hecho, de un amplio “portfolio” artístico. Creo que tendría ya para hacer una retrospectiva. Me lo voy a ir pensando.
Ha sido de gran ayuda, y agradezco sinceramente (y en serio), la magnífica tesis doctoral de Evaristo Cabrera Miranda, de 2015, “De la piedra encontrada con formas evocadoras al objeto trascendido artísticamente”, por la Universidad de Granada, disponible en internet y donde se pueden ver imágenes de piedras orientales.