Invierno de 1884. El escritor y periodista José Ortega Munilla, después de una breve estancia en Madrid, se acomoda de nuevo en la villa de Jadraque, acompañado por su familia. En el silencioso sosiego de estas tierras, alejado del bullicio capitalino, desea sumergirse en la terminación de una nueva novela y en su trabajo de director del suplemento literario de Los Lunes del Imparcial. Escribir febrilmente, corregir pliegos y galeradas, cartearse con amigos y compañeros, ajustan días y afanes.
En el anterior mes de noviembre, Ortega había invitado al muy ilustre literato Benito Pérez Galdós, siempre su amigo y maestro, a viajar hasta Jadraque y compartir con él y con su familia mesa y manteles. Galdós no pudo aceptar tan generosa invitación. Ahora, Ortega Munilla prosigue su relación epistolar con el memorable novelista, al menos con cuatro cartas más, henchidas de confianza y amistad. La primera de ellas, fechada en Jadraque el día 24 de enero de 1884, por la cual le solicita que escriba una reseña elogiosa, para anunciar y difundir un libro que el propio Ortega acababa de editar: “Mi muy querido amigo: por este mismo correo le envío el primer ejemplar, que ha llegado a mis manos del tomo en que empiezo a coleccionar mis crónicas del Imparcial. Aunque el ejemplar está ya catado y nada limpio, le ruego que lo acepte y perdone, que luego le enviaré otro encuadernado… Le ruego que haga usted el favor de escribirme una carta publicable sobre dicho tomo. Si puede usted enviármela pronto, la daremos a luz en el Imparcial”.
Entre arrepentido u orgulloso, Ortega Munilla, al no recibir respuesta alguna, escribe a Galdós una nueva carta donde le pide disculpas por su imprudente y arrebatada petición: “Jadraque, 20 de febrero de 1884. Mi insigne amigo: hace muchos días envié a usted un ejemplar de mis Crónicas del Imparcial, el primero que salió de la encuadernación. Fiado en la benevolencia con que usted me ha tratado siempre, tuve el atrevimiento de pedirle que me enviara una carta sobre aquél baladí librejo. Hoy, viendo que usted no me ha complacido, comprendo que no he debido pedirle esa carta. En un arrebato lo hice, dispénseme”. Antes de despedirse le ofrece las páginas del periódico “para lo que usted quiera que se inserte en mi sección. Sabe usted que le quiere y le admira su afectísimo amigo y discípulo”.
Ortega Munilla trabaja sin desmayo, en su casa jadraqueña, en la redacción de una novela, titulada Cleopatra Pérez, y recorre los campos cercanos, provisto de una cámara fotográfica, con el fin de plasmar las más crudas escenas del difícil y rudo vivir de aldeanos y campesinos. Al tiempo, corrige las pruebas de imprenta de otra de sus obras, por nombre Panza-al-trote. Un pintoresco título referente a un popular apodo, ya utilizado por Quevedo, que define a ciertos bribones y pícaros que “andan comiendo en mesa ajena o en donde haya ocasión de entrarse”.
El argumento de Cleopatra Pérez, un drama de crudo naturalismo, describe figuras y escenarios inspirados por estos terruños serranos. La protagonista, Cleopatra, una prostituta lujosa y refinada, es la amante de un duque, del cual tiene un hijo llamado Valentín. El recién nacido es dado a un lugareño, guarda de unos viñedos, que habita en una mísera choza cercana a un reseco arroyo. Ante la imposibilidad de alimentar al niño, este lo entrega a los hermanos Rubín, un hombre y una mujer, que cuidan de su sustento y educación. Valentín, ya mozo, estudia el bachillerato y toma empleo de oficial de relojería en un taller madrileño. El duque, antes de morir, reconoce al joven y le nombra heredero de una cuantiosa fortuna. Valentín regresa al lado de su madre, pero este le rechaza y, después, muere en la mayor de las tristezas.
Rebosante de felicidad, Ortega Munilla se apresura de informar a Galdós de la terminación de la novela: “Jadraque, 11 de mayo de 1884. Mi querido amigo y maestro. Ayer terminé otra novela, que no sé cuándo podré publicar. Se titula Cleopatra Pérez y trata del viejo asunto de la prostituta elegante. Me he atrevido a todo, y donde he visto un cuadro verdadero me he ido con el aparato fotográfico. Creo que me van a perseguir como a un perro rabioso por este libro. Salude a los amigos y cuente con el cariño sincero de un apasionado discípulo”.
Una semana más tarde, el domingo 18 de mayo, José Ortega Munilla envía al eminente escritor una última carta, de las escritas desde Jadraque, donde compone una extensa alabanza sobre la novela Tormento, recién publicada por Galdós. Espiguemos de entre sus párrafos: “Mi queridísimo amigo. Ya habrá visto usted cuánto me gusta Tormento. Yo la hubiera llevado por esos mundos de Dios, poniéndome al diablo por montera… Le haré un artículo largo y trabajado sobre ella… Que todo es hermosísimo… En fin, amigo mío, que se me acaban las palabras y el entusiasmo rebosa en ellas”. Al despedirse, José Ortega Munilla desliza una confidencia: “Escríbame cuando pueda. Sigo aquí encerrado con mi mujer y mis dos hijos —uno de ellos el luego gran filósofo José Ortega y Gasset—. Tengo a mi lado a mi padre —el letrado y periodista José Ortega Zapata— que está enfermo, viejo y disponiéndose para el último viaje”.
Felizmente, pese a tales predicciones, el padre de nuestro protagonista gozará felizmente de veinte años más de vida. Poco después, José Ortega y su familia abandonan la histórica villa del Henares. Al cabo de algunos años, padres e hijos, visitarán de nuevo estas altas comarcas. Sigüenza, Atienza y la sierra de Miedes, serán gustosos destinos.
Javier Davara
Doctor en Periodismo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid