La sierra del Bulejo, la sierra de Pela, los escarpes de Torreplazo o la cima de Cabeza Alta, bosquejan y coronan las altas tierras de la noble villa de Miedes de Atienza. Severos y encumbrados dominios de la serranía de Guadalajara, ocres y rojizos, hollados desde antiguo por aventureros y soldados, pícaros y mercaderes, fugitivos, monjes, peregrinos y andariegos. Obligado paso natural entre las dos Castillas, de mañanas limpias y frías que se desperezan lentamente como si en ellas se hubiera remansado el curso de la historia.
Unos escondidos terruños que guardan en silencio memoria de remotos sucedidos. Relaciones y crónicas narran las campañas del rey asturiano Alfonso III, el Magno, allá por el año 836, y el sangriento combate habido en Torrevicente donde, un siglo después, las tropas castellanas son derrotadas por Almanzor, el legendario caudillo andalusí. A partir del siglo XII, Miedes de Atienza se acomoda como un importante hito del camino de Santiago, de la olvidada ruta de esquiladores y ganaderos del negocio de la lana, y del discurrir de las carretas cargadas de sal, procedentes de las salinas de Imón y de La Olmeda, hacia comarcas sorianas y burgalesas.
El histórico caserío de Miedes, embellecido de hermosas casonas barrocas, abalconadas y palaciegas, de blasonados muros y piedra sillar en esquinas y dinteles, brinda a los vientos el recuerdo de un próspero pasado. En la anchurosa y despejada plaza Mayor, una gran fuente dieciochesca, de piedra tallada y pilón circular, pone contrapunto al edificio del ayuntamiento, con escudo de 1675, igualmente noble y barroco. Muy cerca, la iglesia parroquial de la Natividad, con cabecera de triple ábside de románicos atributos, alberga un amplio interior de tres naves engalanado por bellos retablos. Una torre cuadrada de cuatro cuerpos, dotada de campanas, resalta la pétrea arquitectura del templo.
Al sur de Miedes, sobre una colina limítrofe al arroyo de la Huelga, se alza la sencilla y porticada ermita de la Virgen del Puente, patrona de la villa, edificada en el siglo XVII sobre el despoblado del mismo nombre. Dicen que sus moradores, aterrados, abandonaron viviendas y labrantíos, ante la súbita invasión de una plaga de termitas. En las cercanías del santuario, en el paraje del Espinarejo, una gran cueva dispone de dos habitáculos subterráneos excavados en la roca, tradicional refugio de pastores y eremitas, curioso ejemplo de edificación rupestre. Al tiempo, diversos vestigios de abrigos rocosos, zócalos, canales, cubiles o rozas, también esculpidos en ribetes y peñascos, permiten afirmar, según los expertos, la existencia de un muy remoto asentamiento romano, situado en el llano, a la orilla del regato, con un posible castro en la altura.
En el valle del río Cañamares, a unos tres kilómetros al este del pueblo, en gozosos prados y cultivos regados por el arroyo de la Respenda, se halla el despoblado de Torrubia, con singulares ruinas de idénticos rasgos rupestres. Allí se descubre, sobre una plataforma de arenisca, una antigua necrópolis datada en el siglo X de nuestra era. Escalones, zanjas y silos, marcas y dibujos de figuras humanas, dan rienda suelta a la imaginación de los asombrados visitantes.
La eterna figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el llamado Cid Campeador, palpita en el cielo infinito y limpio de Miedes de Atienza. Destacado caballero de la corte castellana del rey Alfonso VI, cuyas proezas se desdibujan en los claroscuros de la historia, trasmutado en leyenda a través del Cantar de Mío Cid. Un muy bello poema épico de autor desconocido, proverbial relato sobre un héroe de frontera, escrito en lengua romance, destinado a ser declamado, con enfática voz, en calles y plazas, castillos y ventas, palacios y figones. Sigamos su rastro.
Corre el mes de junio de 1081. El rey Alfonso VI, dando oídos a intrigas y calumnias, condena al Cid a abandonar el reino de Castilla en el plazo inexorable de nueve días. Tras reunir en Burgos a sus más fieles vasallos y alistar jinetes y soldados de fortuna, una vez salvaguardadas su mujer e hijas en el monasterio de san Pedro de Cardeña, Rodrigo emprende el camino del destierro. Seguido por tres centenares de soldados y otros tantos combatientes de a pie, en apresurada cabalgada —polvo, sudor y hierro, en los versos de Manuel Machado— alcanza de noche, para no ser descubierto, la sierra de Miedes. Una montaña “fiera y grande”, entonces territorio del reino taifa de Toledo. Cuenta el cantar que esa noche, aún en heredades sorianas, el Cid sueña con el arcángel san Gabriel, quien le asegura triunfos y honores.
Lejos ya de las amenazas de rey castellano, aunque siempre recelosos de posibles ataques, Díaz de Vivar y sus mesnadas acampan en Miedes de Atienza en un pago cercano a la villa, hoy conocido como la Peña del Cid. Entre dos luces, al atardecer de la siguiente jornada, Rodrigo revista sus cohortes y prosigue su nocturno y raudo cabalgar por campos arriacenses. Las escuadras cidianas descienden, bien por las trochas cercanas al río Cañamares, bien por las hondonadas del río Salado, hasta el valle del Henares y conquistan las islámicas fortificaciones de Castejón. La primera de las batallas ganadas por el Cid.
Alentado por la victoria, el Campeador ordena a su sobrino Álvar Fáñez que, con doscientos de sus caballeros, cabalgue en rápida correría por la fértil campiña del Henares, “Hita abajo y por Guadalajara”, hasta Alcalá, en la búsqueda de un rico botín. El triunfal regreso de Álvar Fánez, tras devastar sotos y cosechas, proporciona a todos fructíferas ganancias. El Cid y los suyos deben abandonar Castejón. No es tiempo de fiestas ni dejadeces. Cruzan alcarrias y sierras y, por las cuevas de Anguita, se encaminan a las riberas del río Jalón, impacientes de victorias. Otras gentes y otros pueblos sabrán de sus lances y hazañas.
Hoy día, cuando los visitantes dejan atrás Miedes de Atienza, muchos recuerdan las palabras de José Ortega y Gasset, pronunciadas hace poco más de un siglo cuando el egregio pensador recorría, a lomos de una caballería, los caminos del Cid. Al observar los mulos de acarreo, usados entonces por estos confines, exclama: “Da gusto verlos por aquellas glebas pedregosas de la sierra Ministra, por Miedes y Barcones, donde solo llegan la oveja y el cardo, los únicos habitantes de lo inhabitable”. La sutil belleza de los lugares recónditos.
Javier Davara, Doctor en Periodismo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid