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En el ecuador del verano, durante las fiestas patronales de San Roque, en días “alanceados por el sol”, como quiere el filósofo, la Alameda de Sigüenza, tendida en la vega del río Henares, delicioso remate vegetal de la urbe seguntina, resplandece de promesas y alborozos. Iniciada hace dos siglos, en el año 1808, de la mano del obispo Pedro Inocencio Vejarano, diputado en las Cortes de Cádiz, y diseñada por el arquitecto Pascual Refusta, con un coste total de casi doscientos cuarenta y siete mil reales, la Alameda seguntina es un risueño parque de dibujo neoclásico, basado en el orden, la razón y la geometría. Un bello y plácido rincón, romántico y melancólico, está circundado por una pequeña barbacana y engalanado por dos grandiosas puertas de piedra. La más oriental de ellas se orna con un hermoso arco barroco, decorado con el escudo del obispo constructor, en el cual figura una leyenda indicativa, escrita en noble lengua latina, de la creación del paseo “para solaz de los pobres y decoro de la ciudad”. Una amplia glorieta, situada a sus pies, embellecida antiguamente por una monumental fuente, está enmarcada por cuatro grandes pirámides de piedra rematas con granadas. Además, una fuente central, levantada a comienzos del pasado siglo, y diversos paseos, de enormes y arrogantes árboles, completan su singular diseño. El frondoso jardín seguntino sirve de arbórea corona a tres relevantes monumentos seguntinos. La ermita del Humilladero, capilla de acogida de peregrinos y caminantes, la placentera iglesia renacentista de Nuestra Señora de los Huertos, imagen protectora de las gentes del campo, ahora ocupada por una comunidad de monjas Clarisas, y el destacado conjunto barroco del monasterio de San Francisco, de comienzos del siglo XVII, hoy colegio y convento de las religiosas Ursulinas. 

A lo largo de sus más de dos siglos de existencia, el paseo de la Alameda ha sido, y sigue siendo, un privilegiado lugar de encuentro de propios y extraños, un bello rincón para encontrar “reposo para el cuerpo y solaz para el alma”. Los más ilustres y conocidos visitantes pasearon por sus avenidas y descansaron a la sombra de su arbolado. Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Pío Baroja, Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset, García Lorca, o César González-Ruano cantaron en escritos y poemas la belleza y el sosiego del parque seguntino. Políticos como el socialista Julián Besteiro, pensadores de la talla de Giner de los Ríos, el general Primo de Rivera o el laureado científico Santiago Ramón y Cajal, estuvieron en Sigüenza y gozaron de las frondas de la Alameda. El popular conde de Romanones tenía su casa frente al parque y, según cuentan las crónicas, en uno de los paseos laterales celebró algún Consejo de Ministros, en un célebre banco de color verdoso, en sus tiempos de presidente del gobierno.

Hace poco más de un siglo, en el año 1907, se asientan en la Alameda los primeros quioscos de refrescos y bebidas. El seguntino Javier Arroyo, más tarde alcalde de la ciudad, solicita del ayuntamiento permiso para instalar un pabellón de madera destinado a diversos espectáculos de teatro y variedades. Poco después, en compañía de su socio, Diego Alonso Leal, levanta dos puestos de bebidas, dos aguaduchos con sillas de alquiler, a uno y otro lado de la fuente central, con sus correspondientes terrazas. En ambos quioscos, iluminados con farolillos de papel, al llamado estilo veneciano, se celebraban, con inusitada animación y regocijo, las verbenas de las fiestas veraniegas de San Roque, en aquellos burgueses y felices años veinte. La Banda Municipal amenizaba a la concurrencia desde un viejo escenario de madera. Como es sabido, en el año 1930, se construye el actual templete de la música en un estilo de carácter vanguardista. El ayuntamiento autoriza a Agustín Hervás, en ese mismo año, una licencia para edificar un quiosco de piedra, denominado “la Alegría”, mediante contrato de arrendamiento, por un plazo de veinte años, con un canon anual de cincuenta pesetas.

En los tiempos trágicos y oscuros de la guerra civil, la Alameda sirve de lugar de estacionamiento de hombres y armas. En la primavera de 1937, las tropas del bando nacional construyen dos refugios antiaéreos, soterrados en el paseo central. La gestora municipal advierte, ingenuamente, “que se hagan con cuidado para no cortar las raíces de los árboles”. Terminada la contienda, se reforma el quiosco de Hervás, bautizado de nuevo con el nombre de “Agustín”, y se levanta, en el lugar del local de Javier Arroyo, el conocido y popular “El Triunfo”. Años más tarde, hacia 1955, surge el tercer bar de la Alameda, denominada “Miaga”. Los tres establecimientos, con otros nombres y otros concesionarios, son, en la actualidad, apacibles lugares de tertulia y ocio para el disfrute de las gentes de Sigüenza y, también, para los muy numerosos turistas que visitan la ciudad. El paseo de la Alameda, hoy como ayer, termina el dibujo de la singular imagen urbana de Sigüenza, una armonía de volúmenes y colores, una hermosa teoría se sensaciones, asentada en el austero paisaje de estas altas tierras serranas. Una vieja ciudad, medieval, renacentista, barroca e ilustrada, apoyada en el costado de una colina, apuntada por las majestuosas siluetas del castillo y la catedral, y culminada con el tapiz verde del paseo de la Alameda, un vergel neoclásico de doscientos años de historia. 

Javier Davara
Periodista. Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid

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