No lo soporto. Siempre me he rebelado contra la crueldad ejercida sobre quienes no pueden defenderse. También me parece indignante que una persona pueda humillar a otra porque se divierte haciéndolo. Reírse del débil, “herir el amor propio o la dignidad de alguien”, me parece uno de los comportamientos más repulsivos y más salvajes de la condición humana.
Sin embargo, cada cierto tiempo, asistimos a sucesos que muestran la cobardía de quienes abusan y se burlan públicamente de la desgracia ajena. Me estoy acordando en estos momentos de los aficionados del PSV Eindhoven lanzando monedas a un grupo de gitanas de origen rumano en la Plaza Mayor de Madrid, como el que echa pan a las palomas, y partidos de risa al comprobar el revuelo que acababan de generar en esa pobre gente. El espectáculo denigrante e inhumano de ver a esas mujeres repartiéndose el pequeño botín contrasta con la indiferencia de los ciudadanos que en ese momento paseaban por la plaza. Tan sólo un señor mayor se atrevió a recriminar a los hinchas holandeses su comportamiento, antes de que la policía desalojara del lugar a las gitanas víctimas de la humillación, en lugar de tomar medidas contra quienes se habían estado burlando de ellas.
Un día después, seguidores del Sparta de Praga se asomaban al Puente de Sant’ Angelo, en Roma, y orinaban desde lo alto sobre una mendiga rumana. Las imágenes de la Plaza Mayor y las de estos otros energúmenos que, supuestamente, habían viajado a Roma para animar a su equipo han tenido amplia repercusión en las redes sociales. Como lo tuvieron también en esos mismos días las “hazañas” de aficionados ingleses del Arsenal riéndose de un hombre discapacitado en la Plaza Real de Barcelona. ¡Qué divertido! ¡Cómo nos lo estamos pasando! ¡Pero, cómo ser tan miserable y caer tan bajo!
Habrá quien todavía argumente que estas actuaciones no dejan de ser gamberradas, si se comparan con otras mucho más graves, como prenderle fuego en Barcelona a una indigente en el recinto de un cajero automático o echar al río Manzanares a los aficionados ultras del equipo contrario.
Sin embargo, me da la impresión de que forman parte de un todo. De un mismo problema. De que estamos asistiendo a una pérdida de valores tan brutal que se empieza lanzando monedas a unas gitanas rumanas —a las que por cierto el Ayuntamiento de Madrid debería de encontrarles alguna salida que no fuera la de mendigar por las calles y plazas— y se termina por agredir a la autoridad competente cuando intenta poner freno a los abusos y humillaciones de estas bandas de descerebrados.
Una de las acepciones del verbo “humillar” que recoge el Diccionario de la Lengua Española tiene un componente taurino perfectamente aplicable a algunos de estos bestias, tanto autóctonos como foráneos: “bajar la cabeza para embestir o como precaución defensiva”. Está claro que en este tipo de mamífero de apariencia humanoide prevalece la creencia de que la testuz que Dios le ha dado sirve para embestir y no para pensar, como desgraciadamente constatan algunos de sus comportamientos.
Entre las cosas positivas de las redes sociales —dejando a un lado las malas, que son muchas— está la de poder contemplar en tiempo casi real las humillaciones que algunos de nuestros semejantes son capaces de infligir a quienes muestran síntomas de fragilidad. Sus víctimas, curiosamente, son personas débiles, indefensas o que conviven con alguna discapacidad física o psíquica. La exposición pública de los actos de esos descerebrados que viajan impunemente siguiendo a equipos de fútbol puede servir al menos para ridiculizarles y de aviso a navegantes. Aunque tampoco tengo del todo claro que esto sea así.
Uno de peores males de nuestra sociedad es la indiferencia y pasividad de los ciudadanos normales a la hora de hacer frente a estos comportamientos antisociales. Y, si tú no te mueves, se mueven ellos. La indiferencia me parece un caldo de cultivo para la proliferación de estas bandas de cobardes que humillan, como decía anteriormente, a los más débiles y que se pasan por el arco del triunfo los más elementales principios de la convivencia.
Es lamentable que las minorías impongan restricciones o prohibiciones a mayorías que parecen haber tirado la toalla, que miran para otro lado y que consienten limitaciones a su propia libertad. Tan despreciable es la persona que humilla a un semejante como aquella que impide a otra ejercer su libertad por no coincidir con sus gustos, aficiones o creencias. Y esto vale para la fiesta de los toros —que se intenta criminalizar, a pesar de que forma parte de nuestra cultura— como para las procesiones de Semana Santa, a las que, por otro lado, nadie está obligado a asistir. Aquí no se puede hablar de humillación, pero sí de una intolerancia realmente preocupante.
Recuerdo que hace ya bastantes años, siendo yo alumno del Instituto Martín Vázquez de Arce, tenía un profesor de Matemáticas que llamaba “cosa” a un alumno poco aplicado, creo recordar que de Ledanca, en lugar de hacerlo por su nombre de pila. Aquella falta de respeto, aunque provocaba cierto regodeo en el resto del alumnado, no tenía la más mínima gracia. Pero nadie protestaba. Tampoco la tenía el hecho de que se dirigiera a otro alumno con tono displicente en estos términos: “haber, tú, tonto, ¿qué has puesto?”.
Sería arriesgado decir que de aquellos polvos vienen estos lodos, pero sí estoy convencido de que en la educación radica buena parte de algunos de los bochornosos espectáculos que estamos viviendo en nuestras calles y plazas.
Javier del Castillo
Director de Comunicación
de Atresmedia Radio