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Los que inventaron la democracia, hablo de la posible porque de utopías traducidas en sufrimiento ya hemos tenido bastante en la historia, crearon instituciones inteligentes encaminadas a controlar el poder, del que abiertamente desconfiaban. Y entre las estructuras de poder más dignas de recelo, estaban, y están, las facciones. La cosa viene incluso de antes: decía Bolingbroke en 1749 que un partido político degenera en facción cuando el interés de la ciudadanía es subordinado al interés del partido. Pero desde Maquiavelo sabemos que la política no es más, ni menos, que la lucha por el poder. ¿Cómo podría darse por tanto que un partido no degenerara en facción? Al español de a pie, difícil de engañar en su fuero interno a pesar de la inundación de soflamas y de la adscripción a una u otra tendencia por simple y legítimo interés personal, esto no le sonará a marciano.

El debate sobre los partidos-facción se intensifica durante el siglo XIX, pero sería en la primera mitad del XX cuando los argumentos de los recelosos se verían brutalmente afirmados con la llegada de los regímenes de partido único. Una sola facción para agrupar todo es, por definición, una no-facción: el estado total. El estado es apropiado completamente por el partido, cuya jerarquía ocupará todos los órganos estatales. Poder, partido, estado e incluso nación se hacen uno y lo mismo. El comunismo fue una generalización ideológica, en la que, por definición de ideología, una verdad parcial, la de una parte de la sociedad, se convierte en verdad universal, siendo su triunfo el llegar a imponer esa parcialidad al resto. Los regímenes fascista y nazi no se nutren de una exacerbación teórica del faccionalismo sembrada en la tierra fértil de un estado aún feudal, como ocurre con las conclusiones de los pensadores alemanes respecto a Rusia, sino de la falta de inteligencia en el diseño de instituciones supuestamente democráticas, aptas para el crecimiento sin techo de las parcialidades, abonadas como reacción, eso sí, por la revolución bolchevique. La república de Weimar, de la Alemania de entreguerras, por ejemplo, instaura por primera vez el sistema de listas electorales de distrito, es decir, el voto a siglas, no a candidatos, creando así un régimen político que ha sido llamado por los teóricos «de partidos estatales» o, eufemísticamente, «democracia de partidos». Ese régimen de facciones sin contrapesos ni representación del elector, como admitieron con hipocresía sus teóricos que no dudaron en llamarlo, a pesar de todo, «democrático» (Leibholz), fue germen del de partido estatal único de Hitler, que lo sucedió sin necesidad siquiera de tener que derogar la constitución de 1919.

El régimen de poder actual de España y de los países europeos, con la excepción del Reino Unido y Francia por razones históricas, entra en la misma categoría que el de Weimar. Los partidos son estructuras del estado, al igual que el partido único de los totalitarismos. Poseen de hecho el estado, que se dobla a sus necesidades faccionarias mediante el control sin contrapesos de los poderes políticos, legislativo y ejecutivo, y de la justicia, conceptuados como un único poder monolítico. El partido o coalición de gobierno ocupa la mayor parte de la jerarquía estatal: se estima que el 95% de los altos cargos son rotados con cada cambio de gobierno en España, que tiene en esta cifra el récord mundial, frente a menos del 5% de países como Estados Unidos. La única diferencia con los totalitarismos es que, en lugar de un solo partido, varios de ellos utilizan el poder único en distinta proporción según asignaciones otorgadas en las urnas. La oposición, en función de este reparto, forma parte de distintas instituciones según un sistema de cuotas (consejo de los jueces, tribunal constitucional, televisión, etc.) o dirige autonomías o municipios que, en última instancia, responderán ante la estructura jerárquica del partido. Es decir, la oposición, resumida en las cabezas de sus dirigentes, posee menos parte del estado que el partido en el gobierno, pero parte tiene. Por ello pensadores rigurosos de lo político han terminado por llamar a estos regímenes europeos copiados de Weimar «oligarquía de partidos estatales» al ser varias las facciones (oligos, unos pocos) que se reparten el poder en cada momento según cuotas.

Como también sabían los padres de la democracia formal, dotados de un ejemplar realismo práctico, las facciones son inevitables. O se entraría en contradicción con la meta civilizadora inexcusable que es la libertad: en un país libre todo el mundo debe tener derecho a asociarse libremente. El problema no es ese, sino la apropiación de los mecanismos del poder por asociaciones u organizaciones con fines políticos en principio privadas, es decir, no controladas por el conjunto ciudadano. Se evita sacando las facciones de la estructura estatal y, una vez fuera, creando normas claras e inteligentes para que luchen entre ellas por imponer sus ideas, que no su poder, en igualdad de condiciones. Los partidos, aunque debiera ser sin exclusividad como ahora, pueden proponer candidatos políticos que compitan en igualdad, cosa que tampoco ocurre hoy, pero la apropiación de las instituciones mediante la jerarquización del partido les tiene que ser vetada. La receta es instaurar el control del diputado por parte del elector, que ahora responde ante su jefe, al que se debe por haberlo colocado en la correspondiente lista electoral, y separar de raíz los poderes políticos para que el partido de gobierno no pueda comandar la legislación del parlamento, para lo cuál es necesario legitimar ejecutivo y legislativo en elecciones separadas. Lo contrario es resignarse a soportar la corrupción sistémica y la degradación institucional, inevitables cuando el poder es uno y descontrolado y el voto un simple refrendador de cuotas. La única forma que se conoce para conjurar los riesgos del poder es que instituciones inteligentes posibiliten su control por el ciudadano y lo aparten de los intereses faccionarios, siempre con tendencia totalitaria. Lo inteligente es sacar los partidos fuera del estado y depositarlos en el lugar de donde nunca debieron salir, que es la sociedad civil. Es decir, lo inteligente sería, por definición, civilizarlos.

 

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