La madre señalaba en el mapa la provincia de Gerona —entonces todavía se escribía con la “e” de España—, delante de sus hijos, y les decía: ahí está papá. En ese “ahí” que señalaba la buena mujer con su dedo índice se concentraron las miradas, mientras uno de los pequeños decía: “pues está en la otra punta del mapa”. Era un 28 de diciembre del año 1966 y no se trataba de ninguna inocentada. Ni mucho menos.
La madre y los cinco hijos habían decidido abandonar aquel pueblo extremeño para reunirse antes de acabar el año con el padre de familia. Con el hombre que unos años antes había hecho la maleta para emigrar a Cataluña en busca de una vida mejor. Para él y para su familia.
Javier tenía entonces cuatro años. Intenta recordar ahora, 53 años después, aquel viaje a la otra punta de España. Busca entre los recuerdos algunas explicaciones y termina quedándose con la emoción y la odisea del viaje a Cataluña. Le encantó, a pesar de que el día era lluvioso y las nieblas apenas dejaban ver el paisaje.
“Cuando te vas —comenta ahora, desde la experiencia de haber vivido durante más de medio siglo lejos de su Extremadura natal—, ya no vuelves. Te quedas a medio camino. Con el paso del tiempo, te consideras de ese nuevo lugar, pero ahora te dicen que no, que tú no eres de los suyos… Entonces, soy un desarraigado. Pero mejor vamos a dejarlo”.
Aquel niño de Ibahernando (Cáceres) volvía cada verano al pueblo, y lo sigue haciendo. Le queda de pie la casa de sus padres. Estudió en Barcelona Filología Hispana, fue profesor de Literatura en la Universidad de Girona —ahora, ya con la “i”, en lugar de la “e”— y comenzó a escribir libros. Nadie le hizo mucho caso, hasta que escribió “Soldados de Salamina”. Desde entonces, dejó de impartir clases de Literatura y se dedicó exclusivamente a la escritura.
Ese niño, como ya se habrán dado cuenta, no es otro que Javier Cercas, escritor y Premio Planeta 2019, por la novela “Terra Alta”. A través de sus gafas de miope, parece contemplar una realidad que cada día le gusta menos. Pero reconoce que Cataluña le ha dado mucho, que es también su tierra de acogida y de adopción, en la que conoció a su mujer y en la que ha crecido su único hijo, Raúl. También es el lugar donde vive buena parte de su familia desde los años sesenta, y la residencia de su madre, que de vez en cuando le dice: “¡menuda inocentada nos gastaron aquel día!”.
He traído a colación esta historia del escritor Javier Cercas, porque a través de ella se puede contemplar con mejor perspectiva la frustración actual de quienes un día abandonaron su lugar de nacimiento y se instalaron en ciudades y pueblos de Cataluña con el único deseo de trabajar, sacar adelante a su familia y mejorar las condiciones de vida, dentro de lo posible. La sociedad catalana fue partícipe durante muchos años de esas inquietudes y compartía además la riqueza que proporciona, como dice un buen amigo, esa mezcla de ciudadanos. O, si lo prefieren, el intercambio de tradiciones y de culturas. En definitiva, de los diferentes modos de ver la vida.
Siempre he entendido la procedencia y el origen de las personas como algo meramente caprichoso y circunstancial. Si la madre de Javier Cercas se hubiera trasladado unos años antes a Girona, probablemente él sería originario de Cataluña y no de Ibahernando, aunque ello tampoco le impediría hoy ser señalado con una cruz por los independentistas más radicales, a los que la tolerancia y la convivencia les empieza a producir urticaria. Este país no sería hoy lo que es sin las aportaciones de otros pueblos y otras culturas, que nos dejaron un legado impagable. España sería mucho más pobre y mucho más inculta, sin lugar a duda.
Cuando alguien utiliza la expresión “los de aquí somos así o somos asá”, hay que ponerse en guardia. Pero, si además le añaden aquello de “nosotros somos diferentes a los demás”, se acabó lo que quedaba.
Hace no mucho tiempo, entrevistando a un conocido deportista vasco del que prefiero no dar su nombre, me decía que en el lugar más remoto del mundo podría reconocer a distancia si una persona era natural de Euskadi. Y lo trataba de explicar de una forma chusca, pero divertida: lo reconocería por sus andares, por su porte, por los gestos y por los rasgos de la cara. ¡Imagínense que emoción no sentiría este hombre si se encontrara en el Machu Picchu a un individuo con la chapela calada en la cabeza!
También, hace ya algunos años, me encontré con una situación cuando menos curiosa. Creo que la he contado alguna vez, aunque no sé si en esta “plazuela”. Tenía que hacer unas gestiones burocráticas y la persona que estaba al otro lado de la mesa me preguntó el lugar de nacimiento. Le dije el nombre del pueblo y, tras esperar unos minutos, apartó la cabeza del ordenador y me dijo con la mayor naturalidad del mundo: ese pueblo no existe.
Vamos a ver, le comenté, ¿cómo no va a existir, si hace unos días estuve allí, al pie del castillo, recordando batallitas de mí infancia? Vuelva a mirarlo, por favor, le insistí. Y, efectivamente, no estaba. Menos mal que conseguí convencerle de que existir existía, aunque no figuraba en su listado, por haber sido administrativamente anexionado.
Como dice mi tocayo, Javier Cercas, algunos se empeñan en convertirnos a la fuerza en auténticos desarraigados.