Era una de las grandes ventajas que teníamos los niños de la España rural – entonces no tan vacía– a mediados de los años sesenta. Cualquier escenario de nuestra infancia podía servir como improvisado campo de fútbol. En la plaza del pueblo, en la era o en la misma puerta de casa montábamos un partido. Y, si sólo nos juntábamos unos cuantos, poníamos en práctica la versión “bonsay” del “gol regateado”, precedente de lo que ahora es el Fútbol 7.
Ahora los niños entrenan y juegan en campos de césped artificial, pero lo nuestro era todo natural. Y más improvisado. De portería poníamos un par de piedras colocadas a una distancia de tres o cuatro metros, que luego se iba reduciendo, en cuanto no te veía el contrario. Eso sí, para poder disputar el encuentro era condición obligatoria llevarse bien con el niño propietario de la pelota. De lo contrario, te tocaba chupar banquillo, “porque el balón es mío y tú no juegas”.
Los partidos duraban lo que tuvieran que durar, porque no había prisas, ni horarios establecidos. Además, perdía, aunque fuera ganando en ese momento por goleada, el equipo que abandonaba primero el terreno de juego, o mejor dicho la calzada. Nadie podía rendirse. Las actividades extraescolares nos las inventábamos cada día al salir del colegio y a nuestros padres, salvo raras excepciones, les preocupaba muy poco que estuviéramos todo el día en la calle. Yo creo que cuando comenzaban a preocuparse era cuando te veían mucho tiempo en casa.
Así que cogíamos la merienda y a correr. En la mayoría de los casos, sin parar hasta la caída de la tarde o incluso ya entrada la noche. Recuerdo que ya apenas se veía, pero seguíamos persiguiendo el balón y dando patadas a las espinillas del contrario. También guardo en la memoria aquellos finales de partido no aptos para cardíacos, que diría José María García. Recuerdo cuando Juanjo, que era el menos técnico, pero el más fuerte,nos decía: “pasármela a mí, que emprendo la recta y no hay quien me pare”. Y, efectivamente, no había quién le parara, aunque en su carrera dejara maltrechos y por los suelos a unos cuantos jugadores rivales.
“Ha sido falta y penalti”. “¿Cómo que falta y penalti?” “Eso no te lo crees ni tú”. “Es que tú eres un guarro”. “Y tú un tramposo que no sabe perder”. “Como te pongas chulo, cojo el balón y me voy a casa”. Al final, como en la propia vida, se imponía la ley del más fuerte o la dictadura del propietario de aquella maldita pelota, tan difícil de controlar, debido a las irregularidades del terreno de juego.
En el fútbol de mi infancia no había escuelas deportivas, entrenadores con pizarra, ni padres tan pesados como los de ahora. Improvisábamos las tácticas y regates entre el polvo o el barro, dependiendo de la época del año. Tampoco disputábamos torneos infantiles, ni sabíamos lo que era un árbitro con silbato. Éramos versos sueltos, genios improvisados y casi siempre incomprendidos. Aunque, eso sí, felices de hacer lo que nos daba la gana, y casi todo el día dándolo todo por la calle.
En mi memoria de niño de pueblo se me han quedado grabadas algunas imágenes de cómo vivíamos el fútbol los chavales, antes de que se convirtiera en un espectáculo de masas. La primera de ellas tiene que ver con un aparato de radio metido en una funda negra de cuero, que nos trajo a casa un pariente que estaba haciendo la mili en Melilla. Creo que era uno de los primeros transistores de mano, todavía grandecito, con cuatro pilas gordas,en el que escuchábamos los partidos de la Copa de Europa.
Aquella competición, a la que ya estaba abonado el Real Madrid, tuvo la culpa de que me decantara por los colores del equipo de Chamartín. También conservo en la retina las inevitables “diferencias” y disparidad de criterio que mantenía con mi hermano mayor, que se hizo del Atlético de Madrid y tratabade convencerme – sin conseguirlo – de que su equipo, con Gárate a la cabeza, era mejor que el mío. Las comparaciones suelen ser odiosas y a veces provocan conflictos, aunque sin llegar a mayores.
Yo insistía en que el Madrid había ganado ya cinco o seis Copas de Europa y ellos seguían intentando conseguir la primera. Le recordaba que Di Stefano, Gento, Amancio o Pirri le daban cien vueltas a cualquiera de los jugadores del Atleti, pero no había manera de hacerle entrar en razones. Era su Atleti del alma y punto pelota.
No recuerdo bien la gota que colmó el vaso, ni de quién fue la culpa, pero sí recuerdo que, en cierta ocasión, después de una derrota importante del su Atleti, casi llegamos a las manos. Me reprochaba, cosa que dudo bastante, que yo me reía de la desgracia ajena y lo estaba celebrando.
Yo podía recitar de memoria la alineación titular del Real Madrid de aquellos años, mientras mi hermano hacía lo propio con la del equipo rojiblanco. Él guardaba en su armario un cuaderno con fotos de periódico recortadas de los jugadores del Atleti y yo en el mío algunos cromos de los jugadores del Real Madrid y alguna foto de Di Stéfano. La pasión por el fútbol, la rivalidad y la alegría de ver ganar a tu equipo, aunque fuera en blanco y negro, formó parte de nuestra infancia.
Éramos niños en libertad. Niños de la calle, capaces de divertirnos con tan solo un balón,dos porterías de piedra y una radio.