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Llevo viendo la misma panorámica desde hace varias semanas, cada vez que aparto la vista del ordenador o del libro y miro a través de la ventana. Sin embargo, sobre el horizonte lejano de la sierra de Madrid, voy intercalando imágenes diferentes, sensaciones y recuerdos. Es, al fin y al cabo, una manera de luchar contra este maldito encierro y esta terrible pandemia.

En estos días tan duros y dramáticos que estamos viviendo, no es fácil concentrar la atención sobre algo concreto, ni siquiera sobre la información que llega de forma implacable. Como un mazazo. Porque detrás de los números, cada vez más demoledores, hay vidas humanas. Personas a las que incluso abrazaste recientemente, y que ya no volverás a poder hacerlo, porque se han ido o se están yendo, sin el consuelo de sentirse acompañados por sus seres más queridos en ese duro trance.

Probablemente, porque en los momentos más duros y difíciles los recuerdos se agolpan en nuestro cerebro, en estos días de “obligado recogimiento” me acuerdo más que nunca de Sigüenza, de La Riba, de las personas mayores y de tanta buena gente con la que me reencuentro en Navidades, Semana Santa o durante el verano.

Ahora hablo por teléfono con más frecuencia con mis tías, Felisa y Alejandra, para saber cómo se encuentran y para convencerme de que siguen con la moral alta. Les pregunto por Don Daniel y sus hermanas, por familiares más o menos lejanos y me intereso por la situación en la que se encuentran esas personas mayores y empleados que viven y trabajan en las residencias del Asilo, San Mateo y La Alameda, anhelando abrazos y rezando para que el maldito coronavirus pase de largo.

Desde la distancia, porque cualquier desplazamiento desde Madrid hacia nuestros pueblos me parece una temeridad, por no decir un acto insolidario y egoísta, sigo atentamente lo que está ocurriendo en la ciudad que se acostó hace un par de meses con el sueño de ser declarada Patrimonio de la Humanidad y que ahora sufre en silencio el miedo a perder una de sus principales fuentes de bienestar y riqueza: el turismo.

Pero Sigüenza ha sobrevivido a muchos avatares a lo largo de su historia y seguirá adelante. Y con más ilusión, si cabe. Me emociona la solidaridad de esta gente - de mi gente, de seguntinos de origen o adopción -, que ha logrado recaudar a través de distintas asociaciones, peñas y entidades importantes donaciones para la población que más está sufriendo esta catástrofe. Mi admiración y reconocimiento por el trabajo que se está llevando a cabo en esta crisis desde el Ayuntamiento.

La Plaza de las Cruces. Al fondo el convento de las Ursulinas.

Sigüenza tiene una población envejecida, que se merece todo nuestro esfuerzo y generosidad, porque gracias a ella, a su trabajo y sacrificio, fue posible la modernización de España. Como también creo que se merecen nuestro agradecimiento y aplauso los trabajadores y profesionales de la sanidad que arriesgan sus vidas para salvar la de miles de ciudadanos. Tengo un hijo médico, Ignacio, y sé de lo que les estoy hablando.

Abro la ventana, ahora que está anocheciendo, para volver luego a retomar esta crónica de emociones y sentimientos, tras los correspondientes aplausos de las 20:00 horas. Pero me doy cuenta de que me resulta cada vez más difícil encontrar palabras que expresen con la mayor claridad posible lo que pienso.

Después de casi tres semanas de confinamiento, me da la impresión de que comienzo a perder un poco la noción del tiempo. Ayer fue domingo y hoy comienza otro lunes raro y diferente, sin apenas llamadas; con muchos correos y mensajes a través del móvil. Intento desconectar del teletrabajo y me asaltan de nuevo los recuerdos de quienes están también encerrados, aislados o de quienes trabajan en condiciones precarias para sacar adelante a los enfermos.

Recorro con la mirada las calles vacías de Sigüenza; la Alameda y su esperanza perdida, aunque haga buen tiempo en Semana Santa; la catedral sin visitas; el castillo parador cerrado, y el pinar, por el que me encanta darme mis buenas caminatas, llenándose de aire limpio y de extraña primavera para que podamos disfrutarlo cuando esto termine, a ser posible antes de que vuelva el invierno.

Me imagino también el mundo rural que viví en mi más tierna infancia, esperando que llegue un día de estos el médico, la furgoneta del panadero o el tendero de Atienza con los alimentos más necesarios. Mientras tanto, algunos de esos viejos, que fueron niños durante la guerra, seguirán preguntándose ahora en la soledad más absoluta: si será verdad que desde la Guerra del 36 nunca se había vivido una cosa tan mala. Otros, sin poder recibir la visita de sus hijos, seguirán sin explicarse, qué han hecho ellos para merecer esto.

Mucho ánimo, cuidaros mucho, saldremos de esta…, suenan ya a frases hechas. Demasiado recurrentes. Pero no me cabe ninguna duda de que volveremos a abrazarnos, aunque sea llorando por algunas ausencias.

Javier del Castillo

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