La tristeza en la que navego me obliga a escribir estas lineas, como animal herido que se revuelve. La atrocidad que se quiere hacer con la Alameda es de tal calibre, contraria además a la campaña por el Patrimonio Mundial, que no cabe entenderla. Es como si no nos importase: personas de la más alta implicación con el patrimonio, calladas o conformes; políticos sabedores quizá a estas alturas de que se están equivocando, incluso con daño a lo que les interesa (elecciones), incapaces de reconocer un error y corregir; medios que no alzan el grito, entremezclados en el lamentable complejo político-empresarial de este país. Se ha elegido usar, bien digo usar, alguno de nuestros elementos patrimoniales más significativos para realizar el tipo de propaganda política más agresiva. Caiga quien caiga y con placa conmemorativa final. Es la peor utilización imaginable del dinero público (dos millones en el caso de la Alameda que alguna gran empresa ajena se embolsará en mayor parte) porque no emana de las necesidades ciudadanas, sino de una ambición política muy mal dirigida, habiendo cientos de actuaciones posibles en los que emplear ese dinero aportando valor a la ciudad, no restándoselo.
Resulta tan obvio que estamos ante un proyecto de alteración radical de un recinto histórico que resulta inaudito tener que explicarlo. Ese conjunto de pavimentos espurios en materiales modernos ajenos al espacio, de bancos de cemento y farolas de paseo marítimo, de estanques y céspedes vulgarizantes a capricho de la ocurrencia, no de la historia, de rediseño gratuito de alineaciones y calles alterando la traza heredada, de demoliciones y reconstrucciones contra el ordenamiento urbanístico, de cepillados de la piedra antigua hasta dejarla “como la patena”, esa obsesión por alicatarlo todo, por pulir y alisar, como si la pátina del tiempo no tuviera valor, como si la autenticidad se pudiera impostar. La transformación en algo nuevo de lo que es Patrimonio, ya puestos alicatemos también la Catedral, aunque mejor no dar ideas; la imposición de un “lenguaje del siglo XXI” por no se sabe qué criterio ya que en el proyecto, aprobado deprisa y a espaldas de los ciudadanos, no firma ni un solo paisajista histórico ni ha habido oportunidad para que estos, de toda España, se pronunciasen en un proceso público (lo harán sin duda a posteriori, horrorizados); la laminación de un jardín histórico de 217 años de vida, uno de los pocos que conservan el espíritu original, la mayoría alterados por caprichos políticos e intereses varios; un espacio excepcional que con el crecimiento de los árboles y de los setos fue adquiriendo aquel ambiente romántico, algo mermado con la reforma de los 1980, pero en absoluto irrecuperable. En lugar de restaurar, de trabajar por devolvernos la Alameda que vivimos de niños, se ha decidido transformar, hacer algo nuevo. Dejar huella. El ninguneado obispo Vejarano estará revolviéndose en su tumba.
Pero la huella, ya hollada, queda para bien y para mal. No hay duda de que habrá quienes, como aquel ilustrado del XIX, pasarán a la historia de la Alameda, aunque por razones opuestas. No ya los políticos visibles de los tres niveles administrativos concernientes, eso por descontado. También los implicados en la elaboración y aprobación del proyecto, en ese simulacro de contrapesos y requisitos legales que bien sabe autoconcederse, cada vez con menos pudor, el estado de partidos.
Además de, por supuesto, todos aquellos que, pudiendo y sabiendo, callan o aprueban. La nómina es extensa, no hace falta enumerar ahora. Pero, de perpetrarse el atentado, no quepa duda de que todo quedará documentado públicamente, lo que se pierde, lo que se agrede, el dinero malgastado y quién lo aprovecha, lo que se habrá de eliminar en un futuro más consciente, que llegará sin duda, como ha llegado en otros sitios porque las cosas que claman al final son clamadas, y también, como no, la nómina de los que por acción u omisión habrán propiciado este atropello al alma de Sigüenza. Cuando, si fracasa el sentido común, entren las excavadoras este otoño a arrancarnos parte de nuestra esencia, sin duda muchos lloraremos, incluso bastantes que ahora no lo piensan. Pero en el dolor sacaremos fuerzas para que la memoria del malogrado Jardín Histórico de la Alameda de Sigüenza se transmita a quienes en el futuro se encarguen de reclamarla para restituir, en lo posible, las cosas a su ser.