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Mi padre, natural de Cifuentes, era un devoto de Sigüenza, donde pasó parte de su juventud. Solía venir a menudo para encontrarse con amigos, escritores y artistas, pasear con la familia o mostrar a forasteros la belleza de la ciudad. A veces, en plena canícula veraniega, nos acercábamos a pasar el día: visita a la catedral, compras en Cardenal Mendoza (recuerdo aquellos congrios secos que parecían rejillas fósiles, con su olor y sabor peculiar), bajada por la calle Medina, admirando siempre sus casas de piedra con balcones de volutas (“casas de ricos”– decía), vermú en la Alameda, comida en cierto conocido restaurante, y huyendo del calor, café en los kioscos de la misma Alameda, que explorábamos palmo a palmo mientras los mayores disfrutaban de su frescor y una larga sobremesa.

Me gustaba la Alameda porque me recordaba al parque madrileño de El Retiro, antiguo y dilatado jardín de un palacio real. Aunque no alcancé a conocer el laberinto de boj, sustituido por planchas de césped en aras de un paradójico –por lo rancio– concepto de la modernidad según la alcaldía de turno, aún recordaba el frescor del parque y cómo, cerca del templete de la música, hermano mayor del de Sigüenza, el agua corría por las zanjas al pie de los setos de aligustre, que cerraban espacios donde pasaba por surcos como los de las huertas, manteniendo en vida arbustos, bambués y árboles de copa alta, toda una masa vegetal que prolongaba la sensación de naturaleza salvaje al compás del agua fluyendo y el piso de tierra, a veces algo húmeda en la cercanía de los canalillos.

La fronda convertía el paseo en una terra ignota, una exploración que llevaba a descubrir lugares mágicos como las grutas con su reja donde antiguamente moraban animales, o fuentes como el potente chorro que surgía, resonante al caer a un pilón de granito, en la pared de piedra de una caseta oculta por la hiedra y parecida a las de los cuentos. Así había sido durante siglos, hasta que el césped, esa incoherencia vegetal en nuestro clima, sustituyó parte de las frondas por una pradera ramplona que clareaba los edificios de la ciudad y achicaba el espacio, perdido ya su misterio y su capacidad de sorpresa. Pero supieron parar a tiempo y aún existen rincones que evocan lo que fue.

Con el paso de los años, y como todos los seres vivos, los niños fuimos creciendo y la Alameda seguntina fue cambiando. Murieron los olmos viejos; aparecieron parches de cemento sobre su fina piel de tierra, sellando sus poros; podaron sus setos achicándolos, asomó tímidamente el césped temible, heraldo de una banalización anunciada... pero nunca llegó la sangre al río. Aún corría el agua por los surcos y daban sombra los árboles que se esforzaban en tejer una cúpula verde, crecieron y se hicieron pequeños arbustos los rosales de la fuentecilla, con su roquedal de musgo, siempre regado por un sutil abanico de agua. Era como volver a ese parque de El Retiro en parte olvidado –memoria ajena a las multitudes que pasan la tarde tumbadas sobre la hierba, aplastada y recompuesta con infinitos trabajos– que aún conserva el olor de la arena mojada y la poda vegetal, el centelleo del agua abrazando la foresta diseñada por la mano del hombre, jardín histórico creo que se llama. Y que por ello, por haber sabido conservarlo, ha merecido ser declarado Patrimonio de la Humanidad.

Madrid ya había perdido su famoso Salón de El Prado, lugar de encuentro y solaz centenario, conocido por el museo del mismo nombre, al igual que otras tantas ciudades perdieron sus alamedas, pavimentadas, cementadas, jibarizadas, con esas fuentes de chorritos que tanto gustan a los responsables municipales, césped, alcorques y matojos ridículos donde antes los grandes árboles dominaban el espacio. Pero supo respetar su espíritu, sus fuentes, sus árboles de copa alta. Y en Sigüenza siempre quedaba la Alameda, con su olor a tierra húmeda, su sombra de tonalidades verdosas, con centelleos de amarillo y verde eléctrico, la señorial Alameda bajo la nieve, o vestida de oro en el otoño.

Nunca supo mi padre que acabaría viviendo en una de esas casas de piedra que tanto le gustaban, ni que hoy escribo estas líneas porque la Alameda, uno de los escasos testigos de ese tipo peculiar de jardín y punto de encuentro, corre peligro de convertirse, como muchas de sus hermanas, en un insulso parque de barriada, algo que puede evitarse con una reflexión inteligente, pues rectificar a tiempo es de sabios y de buenos gestores.

 

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Viñeta

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