Cuando el volcán de Cumbre Vieja, en La Palma, deje de expulsar toneladas de lava – Dios quiera que sea pronto -, y cuando las cámaras de televisión vuelvan a los estudios centrales porque ya no queden apenas imágenes sobrecogedoras que ofrecer a la audiencia, muchos ciudadanos de la isla vivirán en soledad la peor pesadilla de esta tragedia: la desaparición de los escenarios que veían cada mañana al levantarse, la destrucción definitiva de aquello que formaba parte de su existencia.
Las pérdidas materiales, a pesar de que se hayan quedado con lo puesto, no son irreversibles. Las ayudas e indemnizaciones acabarán llegando, una vez vencidos los obstáculos y las trabas burocráticas que siempre acompañan a las declaraciones de zonas catastróficas. Pero es cuestión de aguantar y tener paciencia.
Lo que ya no tiene remedio es el daño que provoca la ausencia de algunos referentes importantes de esa vida anterior. El no poder regresar nunca para contemplar aquello que más querías. Es lo mismo que ocurre, salvando las distancias, cuando un pueblo queda sumergido en las aguas de un pantano. Siempre recordaré la inundación forzosa, sin contemplaciones ni miramientos, del núcleo urbano de Alcorlo, a principio de los años 80, porque me tocó informar de ello, y jamás olvidaré el llanto de los últimos moradores de aquella vega bañada por el río Bornova.
Algo muy parecido está ocurriendo en estos momentos con las víctimas de la erupción del volcán de Cumbre Vieja en La Palma. Mientras toneladas de lava sepultan inexorablemente sus pertenencias, nadie podrá quitarles de la cabeza esa última mirada a los enseres que han compartido con ellos inquietudes, ilusiones o problemas. El ser humano necesita recordar y vivir de nuevo acontecimientos importantes de su existencia. Sin nostalgias, y asumiendo un pasado que nos acompañará siempre.
La vida pierde sentido cuando te roban tu memoria. La vida deja de ser auténtica, si olvidamos de dónde venimos, y mucho más todavía si ese olvido nos viene impuesto por una catástrofe como la que se está produciendo en La Palma. El foco informativo, las imágenes impactantes que genera este desastre natural, tienen un recorrido programado. El día que el fuego se apague y las lenguas de lava se detengan, la noticia dejará de fluir también por las pantallas de televisión, los informativos de la radio y las primeras páginas de los periódicos.
Y, a partir de ese momento, llegará la soledad más cruel que uno pueda imaginar. Porque las personas que han perdido sus viviendas, sus cosechas, los paisajes que descubrieron y patearon en su niñez, así como los escenarios donde ha transcurrido su infancia, ni siquiera tendrán la esperanza de poder recuperar la visión de esos lugares entrañables cuando todo termine. Sólo les quedará el consuelo de ver las fotos y postales que pudieron rescatar cuando les mandaron evacuar sus hogares. O contemplar el vídeo de algún pariente o amigo.
La memoria, siempre selectiva, necesita de testimonios visuales que la complementen. De ahí lo doloroso que debe resultar perderlo todo para siempre, sin posibilidad alguna de volver un día a reencontrarte con una parte de tu existencia. Sin poder abrir de nuevo la puerta de la que fuera tu casa o sin que haya manera humana de asomarte a la ventana para disfrutar del paisaje de platanales y palmeras; un paisaje convertido ya en un pedregal volcánico. Sin poder, en definitiva, seguir viviendo al lado de esas pequeñas cosas que dan sentido a nuestra existencia.
Me cuesta asimilar la idea de tener que afrontar el presente sin los recuerdos y los objetos materiales con valor sentimental, que enriquecen la vida y dan sentido a lo que somos en cada momento. Necesito recuperar imágenes y experiencias vividas en el pasado para disfrutar de nuevo de ellas. Me gusta recordar situaciones de ese pasado, sin caer en la nostalgia ni en la melancolía: haciéndolas compatibles con nuevas realidades y con nuevos sueños. Y se puede viajar hacia atrás en el tiempo, aunque resulta muy difícil retornar al pasado, si el escenario de los recuerdos ha quedado ya sepultado para siempre.
¿Cómo regresar a la vivienda de Ítaca, si ha quedado sepultada entre piedras volcánicas? ¿Cómo soportar la desgracia de perder buena parte de tu vida para siempre?
Roque de los Muchachos. 2013.
En los últimos días me he hecho estas y otras preguntas, a la vez que recordaba mi semana de vacaciones en La Palma, en el verano de 2013. Estuvimos hospedados en un hotel próximo a la playa de los Cancajos, en la costa Este de la isla, entre el aeropuerto y la capital, Santa Cruz. Recorrimos de lado a lado la isla, subimos a Roque de los Muchachos, paseamos por la Caldera de Taburiente, visitamos el pueblo de Los Llanos de Aridane, la playa de Puerto de Naos y recorrimos toda la costa, con sus calas de arena volcánica.
No podría poner ninguna objeción a la denominación de “isla bonita” a La Palma, porque a la vista estaban sus merecimientos. Pero, ocho años después, me entristece ver aquellos lugares paradisíacos a merced de una erupción volcánica.
Y, sobre todo, me duele contemplar los rostros compungidos de los habitantes de la isla que han perdido sus hogares y que no podrán nunca volver a recuperarlos. Tampoco podrán reencontrarse con los paisajes que dejaron atrás.
Como si la fortuna les hubiera negado el derecho a seguir contemplando los escenarios de su infancia.