Vaya por delante que no es mi intención meterme en ningún patatal político, sino apelar al sentido común, ese que dicen ser el menos común de los sentidos.
Desde aquello de las jornadas medievales, que ya comenté en mis crónicas veraniegas, tengo dentro un roe roe que he decidido compartir con los lectores.
A raíz de esos festejos de julio, el ojo sagaz pronto se percataba de que algo no estaba como debiera, sobre todo si era un ojo medieval, ejercitado en esa época en que la falta de radio, televisión, móviles, plataformas de ocio, consolas y demás accesorios, impedía la implantación de ideas encapsuladas en cerebros previamente adormecidos, por lo que cada cual tenía que buscar por sí mismo la información.
Parte de ella residía en los símbolos heráldicos que, antes de convertirse en cursilería trasnochada, ejercieron función de pistas indicadoras, ofreciendo datos de linajes, distinciones, puestos o cargos personales, y también de la naturaleza jurídica, política y social de territorios como los señoríos, los condados, marquesados, ducados o reinos.
La heráldica y su complemento, la vexilología o estudio de las banderas, se rigen por reglas que han tenido su origen en ciertas relaciones simbólicas de los colores, las formas y las figuras que se representan.
Por ello, algo aparentemente irrelevante, como falsear o sustituir el escudo o la bandera, puede negar su esencia a una familia, a un pueblo, a una nación.
Explico esto porque he apreciado una tendencia extraña, históricamente espúrea, que lo mismo es producto de la casualidad, por desconocimiento, que consistir en otra de esas puntadas que nunca se dan sin hilo.
A la izquierda, escudo del Ayuntamiento de Sigüenza, a la derecha, escudo de la ciudad de Sigüenza.
Veamos: si retrocedemos a la Transición, en la Constitución aprobada en 1978 y hoy vigente, se redistribuyó el territorio nacional restando y añadiendo provincias a algunas las regiones. Castilla, por entonces una, aunque subdividida por su tamaño en Nueva y Vieja, perdió Santander (hoy Cantabria), su salida al mar y cabecera del Ebro, así como Logroño (hoy La Rioja), añadiendo la región leonesa. Además, se suprimió en Castilla la Nueva Madrid, por aquello de la capitalidad, mientras se agregaba Albacete.
Castilla, la espina dorsal de España, quedó así despojada, con su corazón, la histórica Villa y Corte, guardado en una urna ( ¿Se consideran castellanos los nacidos en Madrid después de 1978?). Pese a ello, aún tendría que sufrir nuevos embates a su identidad.
Tanto cambio había motivado una nueva denominación, pasando a llamarse la antigua Castilla la Vieja, Castilla y León.
A Castilla la Nueva, ahora separada de su relación con León, no se le podía dejar la denominación pelada, había que buscarle un adjetivo, por lo que se quedó en Castilla La Mancha, algo un tanto incoherente, tanto porque la Mancha ya estaba integrada casi por completo en Castilla la Nueva, como porque se trata de una región natural, como la Alcarria, y no puedes ser manchego si eres alcarreño, pues una cosa excluye la otra.
En el periodo constitucional ya se había intentado una fusión parecida, proponiendo un “país Vasco- Navarro”, pero los navarros salieron al quite y lograron su independencia verbal y jurídica.
Quizás los Padres de la Patria pensaron que, para las futuras víctimas del fracaso escolar, aquello era más que suficiente (Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir, como dijeron los de la universidad de Cervera a Fernando VII), y que la Castilla “de abajo” sería algo así como el territorio sobrante de tantos recortes, añadidos y agujeros.
El caso es que la Constitución había que sacarla adelante sí o sí, pues, en caso contrario, se entraría en una etapa de incertidumbre que todos deseaban evitar, especialmente aquellos que, en principio, podrían oponerse a ella por lo que tenía de normalizar el país, pero que salían muy favorecidos en sus intereses.
Así lo entendió el pueblo español, votando masivamente a favor, aunque algunas voces señalaban que hubiera sido más oportuno realizar referéndums específicos sobre la restauración monárquica y la creación de las Comunidades Autónomas, tema este en el que existía una gran división de pareceres.
En fin, todo esto es sabido, pero no está de más recordarlo pues, para rematar la faena, se tiró de una disciplina casi olvidada: la heráldica y su aplicación a la vexilología, que trata de las banderas.
Los grupos nacionalistas deseaban poder utilizar legalmente las suyas, y para ello, en plan “café para todos”, se dotó de banderas propias a todas las recién creadas Autonomías, por lo que las nuevas divisiones administrativas pasaron a convertirse en territorios identitarios, cuyas enseñas las diferenciaban del resto, añadiendo además, las connotaciones que poseían algunas de las banderas adjudicadas.
Desde un punto meramente personal, y a la vista de la deriva de este asunto en principio inocente y posiblemente, bien intencionado, considero que retrocedimos cuatrocientos años en el camino de la cohesión.
Escudo de la ciudad de Murcia.
Así, se mantuvo la bandera contracuartelada de castillos y leones para Castilla la Vieja, a la que se le había unido León, separado de Castilla en la división provincial de 1833. Esta bandera quedaba desde entonces asignada a una región político-administrativa concreta, perdiendo su antiguo carácter global como representante de toda Castilla y aún del reino.
Por si fuera poco, y con relación a Castilla la Nueva, alguna mente privilegiada (o bien un astuto Maquiavelo con hoja de ruta definida hasta el mínimo detalle), debió pensar que aquello del león era por León (como su propio nombre indica) y no por Castilla, sin considerar que esa bandera cuartelada era también la enseña histórica castellana, empleada desde el siglo XIII hasta 1978, cuando León, con sus tres provincias, era una entidad aparte.
Así, se retiró el león, dejando el antiguo pendón castellano con el castillo solamente. Pero, para hacer una bandera horizontal, le añadieron un espacio en blanco, chapuza que parecía sugerir que Castilla la Nueva (que es bastante vieja) ni tiene historia ni tiene nada.
El caso es que el león tiene sus propios significados y aunque representa a la Castra Legionis ( el campamento de la Legio VII Gémina romana), origen del topónimo de León, andando el tiempo, se identificó con Castilla, evocando la bravura de sus gentes y su capacidad de imperio, además del prestigio que otorgaba su propia presencia, aludiendo incluso al trono del rey Salomón, con sus gradas y leones, algo que estaba presente en el Salón de los Espejos del Real Alcázar y luego en el Salón del Trono del Palacio Real Nuevo ( o de Oriente) y que había trascendido, de representar un antiguo reino a representar la monarquía en sí, enlazando además con la única joya que puede considerarse real en España: el Toisón de Oro, la piel del vellocino, el carnero legendario, que reposa sobre el león, identificado con el propio monarca, en referencia a que debía ser a la vez cordero y león, fiero y de buen corazón.
Pues bien: tan interesante simbolismo y tantos elaborados programas visuales de la Corona, se esfumaron en un abrir y cerrar de ojos, pasando la nada del blanco, níveo y vacío, a representar a la parte castellana del sur y la comarca manchega.
Resumiendo: el que Castilla tenga castillos y leones es una referencia a sus orígenes, tomando prestada esa figura heráldica de un viejo reino integrado hace siglos en su Corona, sin que quepa hacer distinciones.
Por el contrario, lo que sí parece algo incoherente es retirar uno de sus símbolos históricos, dejando el vacío, esa nada a modo de Alzheimer inducido que, como se narra en “La Historia Interminable”, es capaz de tragarse nuestros paisajes de referencia y todo lo que hemos conocido.
Porque aquellos polvos trajeron estos lodos, y luego pasa lo que sucedió con unos estudiantes andaluces (esto es auténtico) que fueron a visitar el Alcázar de Sevilla, en cuya puerta aparece el escudo de castillos y leones, y preguntaron, entre extrañados y alarmados:
¿Qué hace aquí el escudo de Castilla y León?
Tal pregunta indica lo profundo que ha quedado enterrado para siempre - fuera de la memoria colectiva y por supuesto, de la escuela- el rechazo que ese incipiente andalucismo de aroma a jazmín moruno, tuvo hacia la noción de “Castilla Novísima”, referida a los antiguos reinos de Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén y finalmente Granada, integrados también en el reino medieval de Castilla, razón por la que el escudo de castillos y leones campeaba en la puerta de un palacio real, al igual que aparecen leones y castillos en las borduras (orlas) de escudos como el de Jaén, Jerez de la Frontera o Córdoba, más alejados geográficamente que la antigua Castilla la Nueva.
Escudo simplificado del Ayuntamiento de Murcia.
Un caso muy significativo de lo que implican estos cambios es el de Murcia, donde su escudo original lleva también bordura de castillos y leones, siete coronas y un corazón rodeado por una divisa o texto ( Alfonso X El Sabio dejó sus entrañas a la ciudad), con una flor de lis y un león , concedidos por Felipe V.
Pues bien: se simplifica progresivamente el escudo, al crear el ayuntamiento una versión “simplificada” que elimina la divisa, la flor de lis y el corazón y sustituyendo las coronas de tipo medieval, abiertas, por la cerrada de los diseños oficiales actuales. Además, se suprime el color amarillo (oro) de los castillos y el campo o fondo de los leones.
En una línea parecida, también se ha “puesto al día” el propio escudo municipal de Sigüenza, de fondo rojo y azul, partido, originado por los escudos personales de los primeros obispos de Sigüenza Don Bernardo de Agén y Don Pedro de Leucate, allá por el siglo doce. Como todo eso queda ya muy lejos y hay que modernizarse, el campo azul se cambia por un blanco nuclear, lo que queda como más oficial y manchego.
Escudo oficial de la Región de Murcia.
Poco a poco avanza la nada, que llega cuando, en aras de una supuesta modernidad, se oficializa en 1982, con el Estatuto de Autonomía, el escudo de la Región de Murcia. La bordura y el corazón desaparecen definitivamente, quedando un campo rojo donde aparecen, agrupados, cinco castillos y en el lado contrario, cinco coronas, todo muy de diseño, como las cinco estrellas de Madrid, en plan película del Séptimo de Caballería, que también…
En cuanto a la corona que timbra el escudo, es la oficial genérica, pero hay un logotipo aún más esquemático, donde recuerda a la de Correos, apenas unos trazos curvos y rectos fácilmente suprimibles. El león, como en el caso de la otra Mancha, también ha desaparecido, tanto el que figuraba en los jaqueles de la bordura como el del interior del corazón. Y las lises también, que ser partidario de los Borbones en la Guerra de Sucesión no está de moda.
En definitiva, los escudos, cuya misión era visualizar de golpe y sintéticamente la historia local, son tratados como logotipos de tarjeta de visita, perdiendo su razón de ser, lo que resulta inquietante en un momento de exacerbación de algunas identidades y se presta, por ignorancia, a toda clase de fantasías.
Pero esto es lo que hay. Y con esos mimbres estamos tejiendo nuestros cestos.
Por tanto, señores de las jornadas medievales y ciudadanos en general, pudiera ser hora de recuperar al león.