Por intentarlo que no quede… Y, además, soñar también es gratis. Teruel Existe ha presentado una proposición de ley en el Congreso de los Diputados para incluir los bares y tabernas de los pueblos, con menos de 200 habitantes, dentro de lo que se ha dado en llamar Economía Social. En una palabra, ofrecer beneficios fiscales a los propietarios de las pocas tabernas y bares que han sobrevivido a la despoblación. Impedir que desaparezcan. Y ayudar, si fuera posible, a recuperar las tabernas que cerraron por falta de clientela.
Con el optimismo e ingenuidad que adorna a los impulsores y promotores del reto demográfico español, vamos a intentar recuperar algunos de esos espacios de encuentro, reposo y socialización que tanto se echan en falta en pueblos, aldeas y núcleos poblacionales, donde la vida va dejando paso de manera inexorable a la nostalgia y a los recuerdos.
“En día de agua, a la taberna o a la fragua”. O, si lo prefieren, este otro: “A la iglesia no voy porque estoy cojo, pero a la taberna voy poquito a poco”. Estos refranes y muchos otros los escuché de niño, cuando todavía existía en el pueblo la Taberna de Paco, en la que había un poco de todo – como ahora en los chinos – y en la que a última hora de la tarde se reunían algunos vecinos para echar una partida de guiñote o de tute y tomar una cerveza o unos chatos de vino.
A los chavales se nos impedía permanecer dentro del local y asistir como espectadores a esas partidas de cartas, en la que sólo se jugaba la consumición, mientras que los jóvenes mayores de edad se tomaban un botellín – incluso algún cubata en los fines de semana - en la barra o en el poyo de la entrada.
Eran otros tiempos. A finales de 2019 aparecieron datos estadísticos – no sé si del todo fiables – demoledores para el sector de los bares y tabernas: desde 2010 hasta 2019, cerraron 20.000 establecimientos en nuestro país. Otro dato, también interesante y que afecta especialmente a los pueblos de menos de cien habitantes: 142.781 españoles viven en pueblos sin bar. Los huérfanos de esos lugares de encuentro y socialización ya no tienen donde compartir unos vinos y una partida de cartas.
No tienen una taberna en la que celebrar la felicidad de un encuentro o revivir, con una copa de vino en la mano, algunas hazañas de la infancia, cuando el pueblo no tenía las calles asfaltadas, ni agua corriente en las casas, cuando las tareas del campo se hacían con animales y la luz se iba sin que nadie te avisara. En definitiva, cuando quedaba vida en los pueblos y las calles estaban animadas.
La historia de las tabernas, como tantas historias, está salpicada de anécdotas. De apuestas, de alboroques después de haber cerrado un trato con un apretón de manos, de chistes malos, de confidencias, de rumores, de viejas rencillas, peleas y algunas borracheras sonadas. Al fin y al cabo, la taberna era el espejo en el que se veía la vida del pueblo reflejada. Sobre sus mostradores de madera o mármol se repartían platillos de cacahuetes y aceitunas, algunos vasos de vino y conversaciones que ayudaban a sobrellevar la preocupación por una mala cosecha, por la enfermedad de un familiar o porque “este verano el río cada vez baja con menos agua”.
Está claro que el cierre de estos pequeños bares o tabernas, al igual que las persianas bajadas para siempre de las escuelas, han dado la puntilla a la vida de muchos núcleos rurales. El problema es ¿cómo revertir una situación cuando no hay niños en edad escolar, ni gente que permita sostener cualquier negocio, llámese bar, tienda, taller o fragua? ¿Quién va a consumir los botellines o los chatos de vino, si los potenciales clientes sólo aparecen en puentes y fechas señaladas? ¿A quién le van a ofrecer esos beneficios fiscales que reclama Teruel Existe, si no hay demanda y la viabilidad económica del negocio está descartada?
“Los bares, que lugares
tan gratos para conversar.
No hay como el calor
del amor en un bar”.
La letra de la canción de Gabinete Caligari, trasladada a la España abandonada, me encanta, suena muy bien, pero no deja de ser como el eco de una infancia añorada, de tabernas ruidosas, con humo de Celtas y Ducados y olor a vino viejo. Con el tabernero feliz y contento, esperando la llegada del camión de Mariano Sierra desde Sigüenza. Sin embargo, la letra que nos traen ahora los políticos ya no me suena tan bien, aunque ofrezcan las recurrentes subvenciones y ventajas fiscales.
Las soluciones, como suele pasar tantas veces en nuestro país, llegan demasiado tarde. Sin demanda, no hay negocio que valga. En lugar de legislar y legislar, como si no hubiera un mañana, y en lugar de hablar de manera rimbombante de “espacios de encuentro, socialización y reposo”, tendrían que enterarse - de una puñetera vez - de algo tan evidente como esto: los pueblos no se llenan solo con buenos propósitos y nuevas ordenanzas. Hacen falta inversiones reales y creación de puestos de trabajo.
Los pueblos, aunque parezca otra obviedad, sólo recuperarán la vida y volverán a llenarse, si hay gente dispuesta a llenarlos.
Y, sintiéndolo mucho, el deseo de volver a los pueblos – salvo raras excepciones – está lejos de producirse. Lamentablemente, claro.
De acuerdo con el autor en que “el deseo de volver a los pueblos – salvo raras excepciones – está lejos de producirse”.
A partir de ahí, se puede explorar el universo creado a partir de la palabra mágica Despoblación para darse cuenta (si se quiere, claro) de que todas las propuestas que se hacen desde los múltiples foros creados al efecto son como lo de los bares: ocurrencias.
Nada de contenido y un sacacuartos, de la bolsa común, para gozo y disfrute del cada vez más nutrido coro de sufrientes plañideras: profesionales del llanto a tanto la lágrima. Menos en época electoral que es a tanto el voto.
Tengo claro desde hace tiempo que la causa de la España Despreciada, como parece más correcto llamarla (no vaciada, ni por supuesto vacía ya que, sorpresa, aquí vive gente) es ante todo sociológico. Y ningún político va a cambiar una inercia social por mucha comisión de nombre resultón se cree. Las cosas vendrán por su peso cuando haya un cambio de mentalidad colectivo. Como mucho se podrá dar algún beneficio fiscal y poco más, como hacen en Alaska o en Laponia (y desde hace poco en CLM, ¡bien!) En otros países de Europa con un mundo rural mucho más habitado el salto al campo se dio hace tiempo. Aquí todavía hay una asociación subconsciente a la pobreza y un menosprecio cultural. Como si ser de pueblo fuera lo mismo que ser paleto. La postguerra y el periodo autárquico todavía pesan, aunque no seamos conscientes. Lo argumenté (como pude, el tema es complejo) en un artículo, 'La España vaciada y el infierno en la Tierra', del 11/4/19, en este periódico.