La cocina de mi casa tiene una ventana que da a un patinillo con muros de piedra coronados de hiedra. Tras ellos se alza el esplendor de los castaños de Indias, con sus hojas recién estrenadas y sus flores blancas.
Desde el amanecer, una suave luz se filtra por ese océano de tonos de verde distintos: oscuros, apagados, vibrantes, eléctricos, ambarinos... el susurro de las hojas acompasa el canto del mirlo, acuna la familia de petirrojos que vienen a bañarse o a beber en el lebrillo que se llena todas las mañanas con agua fresca. La claridad centellea en la reluciente piel de las fugaces ardillas.
Hay en la trasera un jardín sombrío o, mejor, un patio enlosado en el que el musgo forma praderas y los helechos habitan en los contrafuertes del edificio contiguo. Ya pasó la floración de las violetas blancas y los lirios perezosos no quieren abrirse para comprobar si es cierto eso de que ni Salomón con toda su gloria se vistió jamás como uno de ellos. Son lirios del campo como los de la parábola, robados de las cunetas.
Los laureles, traídos de Cifuentes, aún parecen diminutos, y el nogal no prospera bajo el dosel de los castaños, que acaparan la luz del sol.
Al caer la tarde, las sombras se apoderan del espacio, difuminando los contornos. Es el momento de retirar las sillas y cerrar las puertas, antes de que la oscuridad de la noche, espesa como tinta, invada definitivamente nuestro pequeño paraíso y se cuele en las habitaciones.
“Parva propia magna; magna aliena parva”. Lo poco que tengo es mucho, no envidio lo mucho que puedan poseer otros. Las estaciones pasan y dejan su huella: nieve en los eneros más crudos, seguidos de una primavera acelerada, en la que podría oírse el rumor de las plantas al crecer de un día para otro. En la alameda cercana y los paseos, se cubren los esqueletos de los árboles con una nueva carne vegetal. Mientras, las flores escapan del regazo de Flora, esa diosa antigua, acompañadas del dulce zumbar de las abejas, y se expanden por el mundo.
Es el verano tiempo de tertulias y festejos, alborotado y ruidoso, antesala del otoño, cuando retorna el aroma de la leña en los hogares y crujen las agujas en el pinar bajo los pasos de los cazadores de setas, armados de cesto y navaja. Pero, a veces...
Algo rompe el sosegado fluir del ciclo vital, la tierra se torna pálida, las plantas aromáticas no han reverdecido, el rastrojo no sucumbe ante el cereal germinado. Surgen exhaustas las hojas, el campo está triste y el cielo se muestra indiferente.
No llueve.
Pasa el tiempo y no llueve.
La ciudad se vuelve polvorienta, los montes, grises. La gente se repliega, ensimismada, sin saber a ciencia cierta a qué se debe. Lo dicen por la televisión: hay sequía.
Una sequía de las grandes, quizás como aquella que según Plinio, duró setenta años en la Hispania antigua. De cuando en cuando pasa una nube, suelta unas gotas, pero no basta.
En algunas localidades han sacado los santos pidiendo lluvia. Los iletrados se ríen de ellos, quizás porque no saben cómo hacer llover y, en vez del higrómetro del monje (ese tinglado de cartón troquelado que representa un monje con una vara indicando el tiempo) o el calendario zaragozano, consultan la predicción meteorológica en el Boletín del Estado. Y nada.
Hasta que un día, el aire y la humedad anuncian lluvia. Lo confirman el monje, el calendario y los hombres y mujeres del tiempo. Vienen también tormentas.
Ya padecimos el granizo el año pasado, cuando cayó desde lo alto como una losa de hielo, aplastando todo ser vivo vegetal y trizando los jardines, las arboledas y los huertos. O el agua descendiendo en torrentera desde lo alto del castillo, por esa calle Mayor o la de Medina - que debió ser el Cardo o el Decumano del trazado romano - cruzando enfurecida hasta la iglesia de los Huertos y aledaños para perderse en los bloques de la urbanización vecina.
El agua es la vida, y, al igual que la otra vida, ésta que vivimos, la dejamos escapar entre los dedos, no le damos el valor que merece, igualmente escasa y valiosa. La masa vegetal la protege, pero a su vez, la necesita para subsistir. Agua, piedra y sombra son armas eficaces contra el calor que deseca y ahoga. Pero el agua, lo mismo que fertiliza, es indiferente a la destrucción que provoca en esta ciudad de piedra fresca y umbrosa que, poco a poco, se va deteriorando.
A veces paseo por este barrio de San Roque, atisbando por los portones de las casas ruinosas patios cubiertos de maraña, vigas caídas, escombros, paredes huecas, y temo por lo que vendrá después.
Las fachadas, humilladas por alguna que otra pintada, se derriten con ese mal de la piedra que desdibuja sus contornos, la humedad marca con su amigo el moho las bajantes rotas, surge como la bocanada de un submundo tenebroso al aire del mediodía, y pienso que cada día de lluvia de esa que penetra y cala, la solución a su languidez enfermiza está un poco más lejos.
Pasado hace tiempo el punto de no retorno, ya no se trata de conservar los interiores, testimonios de otra forma de vivir más acorde con la climatología, como esas alcobas frescas en verano y resguardadas en el duro invierno; no se trata tampoco de salvar los zaguanes que accedían a patios y jardines, ni las escaleras, a veces monumentales, sino al menos, preservar, como en una UCI del patrimonio histórico, las meras fachadas y el trazado original del conjunto, que integraba la antigua alameda.
Aunque en un jardín histórico, pongamos Aranjuez, no puede haber columpios, pistas de baile o de petanca, entiendo que la vida de una ciudad pequeña necesita del encuentro de sus gentes, de la charla intrascendente, el verse las caras, compartir juego, música o bebida, en definitiva - y como afirma la nueva pedantería- de socializar, por lo que podría aceptarse pulpo como animal de compañía, a la vista de que no se han propuesto, por dejadez o falta de fondos, otras alternativas para parques infantiles y zonas de ocio próximas al casco urbano.
Sin embargo, acaban de fundirse algo así como dos millones de euros en poner bordillos, casetas de diseño y pavimentar con adoquín artificial los paseos y la carretera, pero la conexión del barrio de San Roque con la Alameda no está resuelta y la zona de la plaza de las Tres Cruces con el cine Capitol, ha quedado para una segunda fase que se llevará otro pellizco de dinero público, aunque dudo mucho de que ahí acabe la cosa.
Porque, en realidad, los restos pétreos y la bella fuente recién abierta al paso del público, hoy sin agua y posible pasto de botellones, indican que el desnivel de terreno se había resuelto en origen con un diseño que cerraba de forma monumental la barbacana de la Alameda, integrada de facto en el barrio, que, a su vez, limitaba con el conjunto de las actuales madres ursulinas, la ermita de San Roque y el Callejón de Infantes, siendo éste el tramo final que acababa en la puerta de ingreso a la catedral, concebida como arco triunfal.
De esta forma, el barrio, que reunía en su conjunto a los estamentos sociales existentes a finales del siglo XVIII (clero, nobleza, estado llano), reflejaba un nuevo concepto urbanístico y filosófico, una propuesta experimental en miniatura, un avance ilustrado, pues vino a ser, en definitiva, una maqueta a escala natural de esa ciudad lograda y armoniosa que nos intentan vender todas las utopías.
De hecho, esa traza original tenía una majestuosidad que la alejaba de lo meramente funcional, convirtiéndose en una toda una forma de vivir, un espacio racional en el que una vieja alameda se transformaba en opulento salón, unida al nuevo barrio, rabiosamente avanzado en pleno siglo dieciocho.
Claro que el Hombre propone y Dios dispone, como dice el refrán. Y así, la mole del cine, tan moderna en su día, se colocó en medio, plof, y dividió ese proyecto, haciéndolo inviable para siempre. De esta forma, se condenó al olvido aquello que otros, tiempo atrás, habían concebido.
Pero volvamos a la lluvia.
Primero unas gotas, que hacen estremecerse las hojas de castaños y arces, mientras resuenan los montes con los truenos lejanos.
Luego, un ejército de agudas saetas de agua y el sordo rumor de la tierra que las recibe. Cae la tromba, crecen los arroyos por la pendiente, bajan hacia el barrio y su alameda. Nubes gigantescas, algunos cúmulos de un blanco resplandeciente, se combinan con masas violáceas, oscuras, iluminadas a intervalos por los fogonazos de los rayos. En medio de este caos, se nos ocurre salir a dar un paseo guarnecidos en nuestro automóvil, tomando la carretera que cruza Guijosa y sigue hacia Cubillas, internándose por la sierra.
Una fina lluvia, indolente, ha sustituido la catarata. Cae con desgana, mientras se abre el cielo para mostrar un atardecer dorado, de luces encendidas y arreboles que recuerdan los grandes cuadros de santos. A la izquierda, una masa oscura a contraluz, erizada de cortinas.
El cielo tiene una belleza tal que obliga a tomar una fotografía, aun a sabiendas que no va a reflejar, ni de lejos, esa imponente magnificencia. Paramos a la entrada de Cubillas. Por la carretera divisamos las figuras de dos paseantes y un perro, que han salido a tomar el aire cuando la lluvia escampó. Comentamos el espectáculo y se acerca el perro, marrón y blanco, amigable.
La masa de la izquierda avanza con gran rapidez, cargada de relámpagos y decidimos dar la vuelta.
Entramos en Sigüenza con las primeras gotas, cada vez más cerca las descargas, y recuerdo que la lluvia, tan benéfica y esperada, conlleva devastación, pues cae también dentro de cada casa con goteras, sin tejado o vacía. Cae en San Roque, en la zona medieval, en los solares donde una amalgama de muros derribados y vigas al aire se pudre lentamente.
¿Quién salvará a Sigüenza de la lluvia destructora, de los usos actuales, tan poco amigos de la pausa y la reflexión, tan dados a imponer verdades únicas y fotografías oficiales, quien la salvará de esa tendencia a cambiar lo singular por lo ramplón, a globalizar lo irrepetible - esa diferencia que estimula el sentido de lo estético y preserva la memoria- por ese minimalismo radical de paralelepípedos ciegos, de bloques clónicos, a veces cutres, propuestos como paradigmas de lo correcto, que, a fuerza de verse por doquier, acaban con la curiosidad del viajero?
Porque hay algo cierto: la modernidad no es aquiescencia con lo ya normalizado, sino la capacidad crítica y rompedora que mira hacia el futuro. La modernidad requiere la honestidad de nadar contracorriente cuando así lo exigen las circunstancias, el valor de oponerse a lo establecido, a esos diseños facilones que vacían los inmuebles, a la ruina programada o consentida, a la demolición plena y la negación, por comodidad u oportunidad, de aquellos valores que definen el patrimonio histórico como una faceta de la memoria colectiva.
Así las cosas, en el caso de Sigüenza sería prudente barrer primero la casa para optar, con garantía de éxito, a una declaración de Patrimonio de la Humanidad. Querer es poder, y hay cosas que todavía pueden tener solución.
Y si alguien piensa que los de fuera no tenemos derecho a opinar, que recuerde que también los hijos adoptivos son capaces de amar y cuidar aquello que se ama.
Cuidado, pues, con los tiempos venideros.
Hoy, cuando parece que todo vale, cualquier observación crítica se considera de mal tono, propia de personas quisquillosas. Pero tiempos vendrán en que habrá generaciones educadas y sensibles, capaces de interesarse por lo que pasó, por aquello que pudo haber sido y no es, generaciones que se harán las mismas preguntas que formulan los arqueólogos al hallar civilizaciones perdidas, pues el destino de los pueblos es consecuencia de las decisiones que toman.
Exagero, por supuesto, pero llueve.
Lluvia de abril en los jardines. Lluvia que cala en la tierra y resbala en las losas de cemento.
Me ha gustado mucho la expresión de tu sensibilidad. Gracias.
Excelente artículo, Letizia.
Letizia: tú no eres "de fuera". Llevas relativamente poco tiempo por estos pagos, pero tu implicación desde el primer momento con la ciudad te otorgan el título de seguntina más que merecidamente. No cejes en esa trayectoria, Letizia, te lo pedimos. Gente como tú es cada vez más necesaria. Un abrazo.