Los españoles perdemos demasiado tiempo cuestionando incluso lo que previamente nos parecía incuestionable. De pronto, hemos descubierto que casi nada funciona. Que todo es un desastre. Vivimos, en consecuencia, una especie de fiebre revisionista de la que no se libra la monarquía, el parlamento, los partidos políticos, la justicia, los sindicatos, los empresarios, la iglesia, los periodistas o el estado de las autonomías. La crisis económica y la corrupción han hecho todavía más patente la desconfianza. Al menos, esta es mi opinión.
A todo esto hay que sumar una alarmante carencia de iniciativas para enderezar la nave. Como si no pasara nada y el tiempo lo arreglara todo. O como si la anhelada recuperación económica tuviera efectos balsámicos y sirviera para cerrar algunas de las heridas que se han abierto entre la sociedad y sus dirigentes. Es evidente que la crisis económica acentúa el malestar ciudadano, pero no es menos cierto que existen razones más que fundadas para poner a caer de un burro a quienes tienen la obligación de gestionar de forma eficaz, honesta y transparente la cosa pública.
Aunque pueda parecer una broma a estas alturas de la película –después de tantos siglos como llevamos intentando vertebrar España–, aún seguimos preguntándonos quiénes somos, de dónde venimos y a dónde nos encaminamos. No deberíamos levantarnos cada mañana con la incertidumbre de nuestra propia identidad nacional, pero es lo que toca.
Tampoco es de recibo reclamar, como reclaman desde Cataluña, el derecho a decidir, y sin embargo ahí seguimos con este maldito raca-raca. Decidir, ¿el qué? En democracia los ciudadanos eligen libremente, y por tanto ejercen su derecho a decidir quiénes les van a gobernar, pero ninguna comunidad integrada dentro del Estado español puede de forma unilateral separarse del resto. Y, mucho menos, inventándose su propia historia y saltándose a la torera la Constitución que, curiosamente, también fue votada afirmativamente en esa comunidad.
Ahora que tantas voces se pronuncian a favor de la abdicación del Rey Don Juan Carlos, les voy a contar una anécdota que viví en la primavera de 2002, durante la grabación de una entrevista al heredero de la Corona, con motivo del 75 aniversario de la botadura del “Juan Sebastián Elcano”, buque escuela de la Armada donde recibió formación militar y en el que antes habían navegado su abuelo y su padre.
En aquella entrevista, concedida para el programa “Código Alfa”, un espacio sobre el Ejército que dirigía Miguel Vila en “La 2”, fui testigo, como director que era entonces de Relaciones Institucionales de RTVE, de la profesionalidad del Príncipe, de su esfuerzo por mostrarse cercano y de su capacidad para asumir errores y perdonar también los de los demás. Mientras buscábamos el rincón más apropiado para la grabación y para la ubicación de una maqueta del buque, que sirviera de fondo a la entrevista, un técnico de televisión se dirigió a Don Felipe, vestido con el uniforme de marina, en plan amiguete: “Siéntate en este sillón, para ver cómo queda la cosa”.
El Príncipe, disimuló su sorpresa por tan inesperada camaradería. Obedeció, sin decir palabra, y se sentó en el sillón. El que no se sentó, sino que de forma un tanto precipitada me cogió por el brazo y me llevó a un salón adyacente, fue el encargado de protocolo de la Casa Real, molesto por el tratamiento que le había dado al Príncipe aquel profesional de TVE. “Dile, por favor, que como vuelva a tutearle, tendremos un problema”, me comentó enfadado. Como no podía ser de otra manera, le pedí disculpas y seguidamente le dije al “tuteador” que llevara más cuidado y que se dirigiera a Don Felipe utilizando el tratamiento de “alteza” o “señor”.
Después, mientras visionábamos en el mismo salón la entrevista con el Príncipe, hablamos de las posibilidades de España en el Mundial de Corea y Japón. En ningún momento le noté contrariado por aquel pequeño incidente.
Puestos a cuestionar, como decía al principio de este comentario, habría que cuestionarse seriamente si la monarquía es uno de los problema para España o más bien la víctima colateral de las trapacerías de Iñaki Urdangarin. Y si no será como el problema del tabaco en Eurovegas, el del federalismo asimétrico que propone Rubalcaba o la discusión sobre la naturaleza pública o privada del hospital donde debía haber sido operado el Rey.
Está claro y, si no escuchen la radio al levantarse, que nos encanta crear polémicas, encender la mecha a debates intrascendentes y buscar siempre excusas para provocar el enfrentamiento. No es la primera vez que lo digo, ni será la última: en lugar de poner encima de la mesa argumentos que ayuden a sumar, nos volvemos locos por esgrimir argumentos que propicien la división.
Cuestionar, que algo queda. Y así nos va.
Javier del Castillo