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Con la nueva costumbre típicamente hispana de servir el desayuno con la noticia del último escándalo, estamos aprendiendo mucho de muy diversas cuestiones; una de ellas es la relativa a las prácticas judiciales, y al léxico implicado.

De ahí ha salido el que se haya hecho popular la palabra aforado, relativa a una persona que, por el cargo que ostenta, no puede ser llevada ante un tribunal común. Últimamente, el Fiscal General ponía el grito en el cielo por la cantidad de personas con este privilegio, hecho que gravaba a la justicia española, siempre lenta, con demoras adicionales en virtud de tales aforamientos. De esta forma, conocidos piratas de la política han resultado liberados de todo castigo, por haberse cumplido plazos, pese a su culpabilidad.

Por supuesto de este maremagno se desprende un olor a premeditación; el político hace las leyes, y en este caso parece que al mismo tiempo que la trampa: seamos aforados para así tener las espaldas cubiertas cuando hagamos nuestros trapicheos.

También nos enteramos de detalles sobre los conceptos que se van desvelando, que muchas veces ponen de manifiesto la idiosincrasia local: el aforado apenas existe en los países de nuestro entorno, resultando por tanto una peculiaridad, entre otras muchas, de nuestra geografía. Por citar otra, el otorgar una amnistía a una persona condenada en juicio ha de ser razonado en muchos países; en el nuestro vale la soberana voluntad del que otorga tal amnistía.

Este cúmulo de particularidades tiene una finalidad: la protección que la clase política se da a sí misma. Bajo ese paraguas protector se pueden hacer muchas cosas y pasárselo bien.

Para acabar esta reflexión, se va a incluir un acertijo: ¿por qué un político de primera división no dimite aunque le llamen ladrón? Si dimite no sería juzgado como político, sino como persona.

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