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Más de catorce millones y medio de españoles vieron por televisión el cabezazo de Sergio Ramos en el tiempo de descuento de la final de la Champions. Más de sesenta mil espectadores presenciaron el partido en directo, en el Estadio de la Luz de Lisboa. Y ciento y pico mil seguidores del Atlético de Madrid y del Real Madrid lo vieron a través de las pantallas gigantes instaladas en los estadios Santiago Bernabeu y Vicente Calderón.

Fue la gran noche del fútbol, la gran final española, que se retransmitió también para más de doscientos millones de personas de todo el mundo. Una convocatoria deportiva “no apta para cardíacos”, como diría el ya retirado José María García. Un encuentro donde las caras de los aficionados de uno y otro equipo reflejaban la tensión y la incertidumbre del resultado, hasta que se inició la segunda parte de la prórroga.

El eslogan de “sí se puede” en esta noche mágica del fútbol – justo la víspera de la jornada electoral al Parlamento Europeo – se compartía por las dos aficiones, hasta que uno de los dos equipos ya no pudo más. No pretendo hacer aquí la crónica aplazada de lo que fue esta gran final de la Champions, porque ya se ha dicho casi todo de ella y porque los focos están ahora puestos en la selección española y en el Mundial de Brasil.

Sin embargo, sí me parece interesante reflexionar sobre los comportamientos, actitudes y reacciones que pude observar esa noche del sábado 24 de mayo – domingo 22, según el calendario de Ana Botella – desde una de las tribunas del Estadio Santiago Bernabeu, aunque sin quitarle el ojo a la gran pantalla por la que se ofrecía el encuentro. Para empezar, nos habían cambiado el escenario habitual de otros encuentros. El protagonista del partido en esta ocasión era un enorme cubo iluminado en el centro del campo, con el resto del césped vacío, sin porterías, pero custodiado por el cordón de seguridad de las grandes ocasiones, en los fondos y en las bandas.

Era la primera vez que veía un partido de fútbol donde los hinchas del equipo contrario brillaban por su ausencia, lo cual provocaba una extraña unanimidad a la hora de enjuiciar las decisiones arbitrales, un ambiente de gran camaradería y una inenarrable exaltación de la amistad. Me recordaba el partido de la Final de la Copa del Rey contra el Barça que viví con los amigos de la Peña del Real Madrid, en su sede social de Sigüenza.

Cuando Sergio Ramos se elevó por encima de la defensa atlética y marcó el gol que abría las esperanzas de ganar la Décima en la prórroga, mi amigo Mariano y yo nos fundimos en un abrazo que espontáneamente se hizo extensible a los vecinos que teníamos alrededor. El señor de detrás, al que unos minutos antes le había visto tremendamente compungido y a punto de que se le saltaran las lágrimas, cogió efusivamente de los hombros a mi amigo y se abalanzó sobre él como si le conociera de toda la vida, sin dejar de repetir una y otra vez: “¡qué grande, qué grande, que grande es Sergio Ramos!”.

El fútbol, no cabe duda, nos hace aflorar los mejores sentimientos, incluso en las derrotas. También a veces algunas  miserias, pero son excepciones. Todavía recuerdo un viaje que hice en el verano de 1986, precisamente a Lisboa, coincidiendo con el Mundial de Fútbol de México. Lo organizó Radio Nacional de España, para presentar el disco “Pessoa flamenco”  grabado por Vicente Soto y la familia Sordera. Aquella presentación formaba parte de otra serie de actos en homenaje al gran poeta Fernando Pessoa, en los que participaron, entre otros, Gonzalo Torrente Ballester, José Hierro, Luis Mateo Díez, Manuel Vicent, José Saramago, Luis Antonio de Villena, César Antonio Molina, Fernando G. Delgado y nuestro paisano José Esteban. Pues bien, nadie salió del hotel hasta que terminó el partido Brasil-España y, después del encuentro, buena parte de los comentarios posteriores los acaparó un gol legal anulado a Michel, en lugar de los versos del poeta luso homenajeado. Y eso que a casi nadie de los presentes les gustaba el fútbol…

Entonces estaba mal visto. Había una especie de divorcio inexplicable entre el fútbol y la intelectualidad que afortunadamente ya no existe. Es más, algunos de nuestros mejores escritores –Manuel Vázquez Montalbán, y después Eduardo Galeano, Javier Marías, Mario Benedetti, Alfredo Bryce Echenique o Juan Villoro, entre otros – han escrito novelas, relatos y crónicas estupendas sobre el deporte rey.

Pero volvamos al Bernabéu, a esa noche mágica de la final de la Champions. Y situémonos en la tribuna del Fondo Norte, al lado de los palcos, quince minutos después de que el árbitro hubiera pitado el final del partido, cuando mucha gente ya había abandonado el estadio y la zona en la que nos encontrábamos mi amigo y yo se había quedado prácticamente vacía. Allí seguía, como si pasara de todo, una persona de mediana edad, enfundada en una camiseta del Real Madrid sudada y con los brazos en cruz sujetando una enorme bufanda.

Tenía como la mirada perdida en el cielo de Madrid, mientras saludaba efusivamente a los quienes nos habíamos rezagado… En la gran pantalla ubicada en el césped seguían poniendo imágenes de la grada atlética de Lisboa, mostrando los rostros compungidos de los aficionados colchoneros.

Al salir del estadio leo un mensaje que me ha enviado un compañero de la radio y que es más del Atleti que Luis Aragonés, que en paz descanse. “Enhorabuena”, me dice. Le contesto: “eres tan grande como tu Atleti”. En apenas un suspiro, asistimos a la cara y la cruz de una noche inolvidable.

Fútbol es fútbol, que decía Vujadin Boskov, al que también se le recuerda por esta otra sentencia: “el fútbol es imprevisible porque todos los partidos empiezan cero a cero”. Afirmativo.

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Viñeta

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