Se ha producido un relevo en la Jefatura del Estado: Juan Carlos I ha dimitido y le sustituye su hijo, que recibe el nombre de Felipe VI. Este hecho ha motivado una serie de actos que han constituido un espectáculo insólito, empezando por la premura de la sustitución: las cámaras se pusieron en marcha a todo gas para en tiempo record fijar y acabar con el proceso sucesorio.
Gente mal pensada ha afirmado que esta rapidez quería salir al paso de posibles protestas de elementos republicanos: efectivamente el momento era oportuno para replantearse la forma de gobierno de este estado. Hubo insinuaciones, protestas en las calles, en este sentido, pero verdaderamente entre el desconcierto, y la actuación policial la cuestión quedó tímida, máxime teniendo en cuenta que la policía no se comportó de acuerdo con la tradición de castigar las ideas, sino solamente de impedir su manifestación en lugares “incómodos”: ambas acciones son perfectamente antidemocráticas.
Los fastos de la sustitución pudieron seguirse en la tele casi en continuo, y valía la pena ya que nuestro dinero nos costó: el monto, se ignora, pero se reparte entre la Casa Real, el Estado, y el Ayuntamiento de Madrid, que como se sabe es uno de los municipios más endeudados de España; se desconoce sin embargo cuanto corresponde a cada una de las tres partes.
Pero lo más curioso de toda esta movida es que también a uña de caballo se esta preparando una ley para cubrir al rey dimisionario con una capa de aforamientos que le haga inexpugnable; velocidad por hacerle la coraza y la categoría de esta plantea una cuestión inquietante: ¿necesita el dimisionario esa protección a esas velocidades?
Esta última pregunta pone todas estas maniobras bajo unos interrogantes preocupantes: ¿por qué dimite ahora, cuando su salud no es peor que en los últimos dos años?, ¿qué lleva a nuestros legisladores a trabajar a marchas forzadas para acabar la coraza citada?, ¿era tan urgente el relevo? Necesitaríamos un poco de información.