Érase una vez una princesa a la que llegó la hora de elegir marido, para lo cual comenzó un largo viaje de reino en reino buscando un príncipe: éste no le gustaba, el otro no le convenía, aquel era demasiado, el de más allá no llegaba… hasta que ¡Uauu! Sí… cayó rendida ante él y fue a pedir la mano del príncipe a su padre el rey.
– De acuerdo –dijo el rey–, te concederé la mano de mi hijo, pero ya sabes que hay que pasar tres pruebas. Aunque como las monarquías estamos de rebajas te lo dejo en una. Si la superas, te casas con mi hijo. La prueba es larga pero no difícil: debes vivir un año, un año entero, aquí en el palacio con nosotros.
La princesa estuvo de acuerdo y se quedó en palacio.
Pasó el año y la princesa fue al rey y le volvió a pedir la mano de su hijo.
– Yo he cumplido. He superado la prueba. Ahora te toca a ti.
– De acuerdo –dijo el rey–. Solventamos un pequeño trámite burocrático y te podrás casar con el príncipe –y al tiempo que lo decía, abrió una carpeta que llevaba el bajo el brazo y empezó a sacar papeles– Aquí tengo algunas facturas, a tu cargo, que tienes que abonar antes de la boda.
– ¿Facturas a mi cargo? –exclamó más sorprendida que ofendida la princesa– ¿De qué? Todo lo que me he comprado a lo largo de este año, lo he pagado.
– No es eso, querida, son otro tipo de gastos. Por ejemplo, aquí tenemos alojamiento en régimen de pensión completa a lo largo de los trescientas sesenta y cinco días con sus noches que has dormido en palacio.
– ¡Usted me obligó a vivir en palacio! ¿Cómo me cobra ahora el alojamiento?
– Porque te alojaste. También tengo la factura de la cena de gala de tu presentación.
– ¡Yo no invité a nadie! Todos eran invitados suyos… ni siquiera organicé la cena.
– El viaje de protocolo…
– ¡Yo no fui a ese viaje!
– Era en tu honor, querida… y así tenemos: la obra de palacio, el pabellón anexo, los nuevos jardines.
– Yo no hice, ni pedí nada de eso… y ni siquiera es mío. No me lo voy a llevar ¡No es lícito que me lo haga pagar! Además yo no puedo pagar todo. Usted lo sabe.
– Hija, hija… quizás el príncipe esté por encima de tus posibilidades. He estado pensando en la mejor forma de dejarlo saldado. Y he llegado a una solución.
– Usted dirá porque yo no la veo por ninguna parte.
– El agua, querida, el agua.
– ¿El agua? ¿Qué agua? No sé nada del agua.
– No te hagas la infanta, querida. El agua de tu país. Ese nacimiento del que mana ininterrumpidamente hasta llegar a formar el río inmenso que lo cruza. Reconoce conmigo que es un desperdicio. No lo aprovecháis: ni una embotelladora, ni una central eléctrica, ni una papelera… ¿Para qué la queréis? El agua a cambio de las facturas.
– ¡El agua! ¡Quiere quedarse con el agua!* El río es la arteria del país, su agua es la sangre que nos da vida.
La cabeza de la princesa empezó a funcionar a toda velocidad. Sus neuronas eran fuegos artificiales de los chispazos que daban.
– No puedo hacer nada. Estoy en sus manos, pero… ¿No querrá tierra o piedras? En mi país las hay muy bonitas…
– No. He dicho el agua y sólo el agua.
– Está bien. Pero ya no me fío de usted. Papel contra papel. Pongámoslo por escrito. El agua y sólo el agua.
A los pocos días, el rey se presentó en el nacimiento del río. Iba acompañado de una cohorte de ingenieros, capataces y obreros con sus máquinas y herramientas dispuestos a colocar las tuberías.
La princesa vio acercarse al rey, sacó un frasquito de perfume y se roció con él.
– Es una fragancia exquisita –dijo el rey.
– Me alegro de que le guste –respondió la princesa y al tiempo que lo decía, mandó derramar sobre el agua clara unas enormes tinajas del mismo perfume. A continuación le ofreció al rey una taza de plata para que tuviera el privilegio de ser el primero en sacar el agua que se iba a llevar. El rey la introdujo en las aguas y la princesa volvió a preguntar:
– ¿Le gusta olor del agua, majestad?
– Exquisita, ya te he dicho, una fragancia exquisita.
Y cuando ya estaba a punto de sacar la taza rebosante de agua la princesa le detuvo.
– ¡Alto! No puedes sacar ni una molécula de perfume. Recuerda: el agua y sólo el agua. Así está escrito.
– Pero no se puede separar. Es imposible.
– Tú lo has dicho –al tiempo que decía eso se dio media vuelta y continuó– además, vosotros no podéis romper la más pequeña de las ramas, ni quebrar la más frágil de las cañas, ni pisar la más humilde de las hierbas… tampoco podéis, por supuesto, ni siquiera rozar al más insignificante de los animales que viven en el río…
Los ingenieros, seguidos de los capataces y los obreros, recogieron sus máquinas y sus herramientas y se marcharon.
El rey aceptó su derrota ante el ingenio de la princesa y comprendió que el agua, puesto que es vida, no se compra y la deuda que es ilegítima, no se paga.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
Teresa Díaz Sanz
Plataforma de la Auditoría Ciudadana de la Deuda
Guadalajara, maratón de cuentos, junio, 2014
* Esto quizás parezca una exageración propia de un cuento, pero ocurrió realmente en Bolivia.