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Dejamos el Instituto Martín Vázquez de Arce en las postrimerías del franquismo, cuando los problemas de salud del Caudillo estaban a punto de obligarle a tirar la toalla, aunque dejando supuestamente “todo atado y bien atado”. Algunos de nosotros participamos en las primeras pruebas de selectividad (verano de 1975) y luego nos volvimos a encontrar en la Ciudad Universitaria o en alguna de las visitas a Sigüenza durante las vacaciones de verano. Pero a la mayoría de ellos dejé de verlos durante muchos años. Con otros, he mantenido una relación más frecuente, aunque desde la distancia.

Cuando hace unas semanas nos reencontramos en Sigüenza un grupo de antiguos alumnos del Instituto –cosechas del 74 y 75– estábamos hablando sin apenas darnos cuenta de historias y peripecias de hace cuarenta años. Durante la cena, y en las copas que vinieron a continuación, compartimos recuerdos y experiencias que difícilmente podrían reproducirse en los tiempos actuales. Nuestro perfil de entonces, especialmente aquellos pantalones cortos de pana, resultaría cuando menos extraño para las generaciones actuales.

Sin embargo, en esa mesa de antiguos alumnos del Instituto se sentaban una decena de universitarios y varios empresarios. En esa cena de compañeros de pupitre estaban presentes tres o cuatro ingenieros, dos abogados, un químico, un maestro, algún emprendedor autónomo… Todos hijos de familias humildes, supervivientes pese a todo en una España rural y atrasada que intentaba buscarnuevos caminos, sin escatimar esfuerzos para lograrlo.

Nos reímos mucho de situaciones que serían imposibles de imaginar en la España actual. Pero la realidad de entonces no era nada divertida. Ni mucho menos fácil. Para casi todos nosotros, la disyuntiva estaba muy clara: hacer una carrera, aprender un oficio, o regresar al pueblo a trabajar en el campo. Alguien recordó, para animar la velada, la cara del profesor de Química cuando al sacudir el borrador de la pizarra en la ventana recibió el impacto de una cagada de pájaro. “Menos mal que Dios no creo a las vacas con alas”, parece ser que dijo a modo de consuelo. O las manía de aquel profesor de Matemáticas que sólo ponía ceros o dieces y que no dejaba de repetir delante de un alumno bastante duro de mollera la siguiente proclama: “yo no he visto jamás en mi vida a un tío más burro que este”.

Años de dificultades, de bocadillos y de coches de línea cargados de precariedades, pero también de ilusiones y esperanzas. Precisamente un buen día, cuarenta y tantos años después, me reconoció en un bar de Canillejas, en Madrid, su propietario, natural de Romanillos de Atienza, que había estudiado conmigo cuando teníamos diez años. Me llamó por mi nombre y apellido. Increíble. Casi me da algo. ¡Vaya capacidad de observación y qué memoria gráfica de elefante!

Pero lo más interesante y esclarecedor de este viaje por el túnel del tiempo es observar la adaptación de los seres humanos a las circunstancias que nos va marcando el paso del tiempo. La preocupación de quienes a mediados de los setenta teníamos como objetivo prioritario hacer una carrera y conseguir las metas que no habían podido alcanzar nuestros progenitores por razones económicas es ahora el futuro de nuestros hijos. Los antiguos compañeros del Instituto, dignos representantes de aquella cosecha del 74 y 75, miramos hoy con preocupación las dificultades que encuentran nuestros chavales para desarrollar sus capacidades y para poder ejercer la profesión que han elegido.

Las nuevas generaciones están seguramente mejor preparadas que nosotros, pero la crisis se lo está poniendo muy cuesta arriba. España necesita invertir más en talento, gastar más en educación. Aunque eso no basta. El problema es que los mejores tampoco encuentran luego salidas profesionales para aplicar esos conocimientos y cuando lo consiguen es en condiciones bastante precarias.

En el encuentro de hace unas semanas también discutíamos sobre si nuestros hijos están menos curtidos para hacer frente a las dificultades que lo estábamos nosotros, habituados a sortear obstáculos y carencias desde que éramos unos niños. Es cierto que algunos valores, como los del esfuerzo, la constancia o la tenacidad, no han sido suficientemente desarrollados y promocionados por los responsables de gestionar nuestro sistema educativo, pero tampoco es menos cierto que ésta es una tarea que corresponde en buena medida a las familias.

Los profesionales que compartimos hace poco recuerdos y anécdotas de nuestra adolescencia podemos dar testimonio de que en la vida los sueños se consiguen cuando se lucha decididamente por ello. Y también sabemos, por experiencia, que aquí nadie regala nada. Las metas se consiguen con trabajo y sacrificio.
Y lo demás es cuento.

P.D. La exposición de los restaurados tapices flamencos en la catedral demuestra que las cosas bien hechas tienen su recompensa. Un éxito sin paliativos. Ahora falta completar la faena: que María Dolores de Cospedal cumpla su palabra y la Junta de Castilla-La Mancha aporte el dinero suficiente para la restauración de la serie de tapices sobre Rómulo y Remo que ha quedado pendiente.

Javier del Castillo

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