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Varias decenas de casas rurales, casi una por «pedanía» –en algunas varias–, además de hoteles, apartamentos, un parador. Pero también bares y, por supuesto, restaurantes. Aproximadamente, un 50% de la actividad directa del municipio de Sigüenza se debe a la hostelería, frente a un 20% y un 30%, respectivamente, a niveles provincial y automómico (datos: Anuario Estadístico de La Caixa, 2013). Se dice que las sociedades a medida que avanzan se van convirtiendo en economías de servicios. Bajo ese punto de vista, Sigüenza (alrededor del 65% de la actividad es servicios, una vez añadidos a la cifra anterior el comercio y resto del sector terciario) sería una de las ciudades y comarcas más avanzadas de España. Más allá de bromear con cosas serias, a lo que quiero llegar es a una pregunta que puede suscitarse inmediatamente: ¿cuáles son los soportes de todo ese andamiaje socioeconómico tan sectorialmente sesgado en términos comparativos?

En las estadísticas citadas no entran agricultura y ganadería. Vivimos en un entorno rural, por lo que de inmediato pensamos que éstas habrán de ser actividades principales. Pero en realidad hay poco más de 120 personas empleadas directamente en la agricultura  (datos del INE, censo agrario de 2009), lo que supone un porcentaje muy modesto (unas 4800 personas en padrón) en la actividad total del municipio. Curioso es además, y vamos poniendo puntales a nuestra reflexión, que las actividades que, durante más tiempo y con más extensión e intensidad, han contribuido a crear paisaje, menos vivan a expensas de él (i.e. viven haciéndolo, pero no explotándolo).

No nos equivoquemos: si Sigüenza fuera como alguno de los poblones hipertrofiados de los alrededores de Madrid (en Coslada, por ejemplo, el 100% de su territorio es urbano, sin espacio rural circundante), muchos de ellos carentes además de atractivos arquitectónicos, solo que trasladados a estos lares, en mitad de la nada (es sano sincerarse con nosotros mismos), a muchos kilómetros de núcleos de actividad importantes... bueno, pues hace tiempo que nuestra ciudad y comarca serían un desierto humano, pero no el que es ahora (sigamos sincerándonos) sino uno mucho más atroz, en el que sólo el ulular del cierzo podría oírse en las calles invernales de bloques de viviendas vacíos y en los polígonos que una vez fueran industriales.

Sin duda, si Sigüenza es lo que es, es decir, si se mantiene a pesar de todo con todo el viento en contra y en medio de todas las dificultades, es porque el ser humano tiene la maravillosa propiedad de disfrutar de lo hermoso. Pero antes de entrar de lleno en esta reflexión, añadamos otra idea.

Toda economía que no es autárquica, es decir, que necesita comprar cosas –y un pueblo meseteño a mil metros, lo necesita, sin duda– requiere  un aporte económico del exterior que la sostenga. Imaginemos una familia que no tenga ingresos pero que siga necesitando comer y vestir, e inmediatamente nos convenceremos de la afirmación anterior. Demos el paso, pues, hacia el final de la reflexión buscada: ¿cuál es ese aporte exterior en nuestro caso?

Sin duda son varios, desde unos pocos productos que se hacen dentro y se venden fuera hasta gente que trabaja fuera de Sigüenza pero luego «hace el gasto», en todo o en parte, dentro, entre otros ejemplos posibles, pero dada la estructura de sectores explicada no cabe duda de que el turismo es uno de los pilares más importantes, si no, y esa es la hipótesis de este artículo, el más importante. O, hablemos, más en general, de toda esa gente que se acerca a nuestra comarca a ver desde piedras maravillosamente amontonadas (en forma de bellos edificios) hasta simples panoramas de chaparra espesa y aliaga, o de chopo amarillo y roca, está no amontonada, sino tal cuál, como la trajo la madre Gea al mundo. Sea por el simple capricho de ver mundo (turismo estrictamente) o con  cualquier otro objetivo secundario entre manos (congresos, enseñanza) incluido el nada secundario de, quizá, echar nuevas raíces en un lugar agradable.

Y nos preguntamos, ¿es posible cuantificar esto? ¿Cuánto, en realidad, «nos entra» por esta vía? Labor difícil, intuyo que nunca acometida en su totalidad en nuestro municipio: no sólo habría que contabilizar lo que facturan alojamientos, bares y restaurantes (descontando lo que consumimos los locales), es decir, las entradas directas, sino todo lo que se genera indirectamente a partir de esos ingresos netos, con lo que ello conlleva y que, sin duda, abarcaría no solo a lo más  inmediato (por ejemplo, la alimentación) sino, seguramente, a toda la estructura económica, incluidas construcción e industria, aunque solo sea, en primer lugar, porque el que vive del turismo se gasta lo que gana en otras cosas.

Pero abordemos el «más difícil todavía». Porque en un mundo globalizado y, por tanto, globalmente competitivo, el que mejor vende es el que más gana (bueno, esto es así desde los fenicios por lo menos). En todo caso, pensemos en posibles «compradores» de la caliza gris de una hoz fluvial, o del amarillo de los chopos otoñales, o del aroma de la ajedrea en los días de verano, o de las noches estrelladas fuera de la contaminación lumínica de las grandes urbes. Y, ya que nos ponemos, pensémoslo en grande, es decir, con más realismo en los tiempos que corren: ¿cuánto vale una aliaga o una modesta ermita en el monte si el que está dispuesto a pagar por ello no es un madrileño o un bilbaíno, sino un suizo, un noruego, un canadiense? ¿Y, más difícil todavía, si es un chino, un uruguayo, un kazajo o un sudafricano? ¿Es posible cuantificarlo? ¿Es posible decir cuánto hay que poner en la columna «haber» bajo todas y cada una de esas varas de medida, tan distintas y distantes como lo son cada manifestación del ser humano sobre la Tierra?

Porque no nos engañemos (y seguimos sincerándonos): ni nuestra queridísima catedral es Notre Dame, ni mucho menos nuestro entrañable casco histórico es Venecia, ni muchísimo menos nuestros chaparrales castellanos son Yosemite. Es decir, nuestros paisajes, naturales o urbanos, bien podrían no ser valores universales inmediatamente reconocibles sino solo, tal vez y si se hace bien, tras un esfuerzo de apreciación profundo y trabajoso, que ha de ser personal – del que observa, es decir, del que «compra»–, aunque sin duda puede y debe ser facilitado por el lado del «vendedor».

De todas estas cosas hablamos hace un par de semanas en las jornadas organizadas por Ipaisal, “Sigüenza, capital de la sal y la miel”, llegando a una conclusión que pudiera no ser inmediatamente evidente: el paisaje, en todas sus acepciones, depende del que lo observa y, por tanto, así depende igualmente su valoración. Será esencial, por tanto, para el que intenta «venderlo» como modo de vida, el profundizar en esas disparidades si se quiere que, al final, el «producto convenza» a un abanico de gente cada vez más amplia y por tanto más variada, pero también con cada vez más acceso a fuentes de información que permiten una comparación rápida y eficaz de, digámoslo así, las distintas «calidades» disponibles en el «mercado». Obviamente, tan importante como su correcta valoración será el conservarlo en un estado que lo haga competitivo a escalas cada vez más globales en un mundo progresivamente más exigente.

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Viñeta

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