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Los Arcos de San Juan (2015)

Al interpretar la hoguera de San Vicente (La Plazuela, febrero 2015) veíamos que las conexiones de nuestras celebraciones más tradicionales eran múltiples, complejas y a menudo radicadas en la penumbra de los tiempos. San Juan, la otra gran fiesta popular de Sigüenza, resulta ser todavía más fascinante que la del santo de invierno: porque aparenta ser lo que no es. El intrincado campo de la etnología, tan rico en sugerencias, está regado de fértil abono para la especulación, sea ésta prudente o asilvestrada. Quizá por eso resulta tan atractivo a los que no somos especialistas. Dicho esto, casi como disculpa, vamos con una hipótesis para nuestro San Juan.

Resumamos los elementos fundamentales, santoral aparte, de esta fiesta tan nuestra: el arco vegetal, de ramas jóvenes de chopo; las hierbas sanjuaneras, en nuestra tierra fundamentalmente dos (el cantueso o espliego borriquero, Lavandula pedunculata, y el tomillo blanco o de San Juan, Thymus mastichina); el cortejo secreto y nocturno a las mozas, con otros dos elementos vegetales protagonistas (la rosa y el cardo borriquero, Onopordum acanthium, administrados respectivamente según la avenencia de la pretendida). Además hay una hoguera testimonial, nada que ver con la de San Vicente, que se hace en la Plaza Mayor, es decir, “promovida por el Ayuntamiento”, que no tiene réplica en ningún punto de la ciudad donde de verdad está la celebración del pueblo, que es en los barrios. Y es que esta segunda fiesta tradicional nuestra no es una celebración esencialmente solsticial, como podría pensarse en un primer vistazo.

Los sanjuanes ibéricos y del resto de Europa suelen tener como elemento central la hoguera, tradicionalmente explicada como una especie de culto de fortalecimiento del sol antes de que pierda fuerza tras pasar el día más largo del año. La influencia aquí sería esencialmente celta y centroeuropea, junto a otros aspectos, como el elemento mágico de esa noche más corta: la noche de Walpurgis, o de las brujas, de la tradición germánica. Los ritos de purificación, como el salto sobre la hoguera o la quema de muebles viejos y de papeles con malos deseos, los sahumerios, etc., son comunes con las hogueras invernales y, en general, con muchas hogueras festivas tradicionales. La manifestación más intensa en este sentido sería San Pedro Manrique (Soria), con el paso descalzo sobre las brasas, ya con reminiscencias cristianizantes, de martirización de la carne.

Pero no es la hoguera lo esencial del San Juanito seguntino. La presencia de los componentes vegetales, especialmente el arco, y el cortejo nocturno a las mozas son, quizá, los elementos etnológicos más significativos de nuestra fiesta.

En un primer intento de hipótesis, se podría pensar en algún tipo de culto de final de primavera, y enseguida llegaríamos al mito griego de Perséfone (Proserpina en Roma), personaje que es raptado por el señor del inframundo (Hades/Plutón) al llegar el estío y el agostamiento, con su brutal sequía estacional, y que reaparece cuando vuelven las lluvias (o en primavera, según versiones). La presencia de elementos vegetales que permanecen verdes durante el estiaje (el follaje de los chopos) o de plantas que florecen al principio del verano (nuestras dos sanjuajeras y el cardo borriquero) podría apuntar a algún tipo de rito para la permanencia de la primavera ante el agostamiento estacional que se avecina. Llama la atención en este sentido un cuadro de Rembrandt, “El rapto de Proserpina”, en el que el holandés pinta, en posición preeminente y con realismo perfeccionista, un vistoso ramo de cardos borriqueros, elevados así a elemento simbólico primaveral tardío o estival.

No estaría nuestro San Juan, bajo ese punto de vista, muy alejado de las explicaciones solsticiales, aunque aquí tomando las cosas de la tierra en lugar de los astros como inspiración. Y sin embargo hay otra relación mucho más evidente que nos da la pista que quizá sea definitiva: la que podemos establecer entre nuestra sanjuanada y una fiesta de una potencia casi brutal, aunque hoy muy disminuida. Me estoy refiriendo a la celebración de “los mayos”, una de las manifestaciones etnológicamente más intensas de muchas partes de la Península y de Europa occidental.

Los mayos, fiesta pagana por antonomasia, es esencialmente un culto a la fertilidad de la tierra y de los hombres en el momento del año en que ambas se muestran con mayor fuerza, que es en la primavera plena (se celebran el 30 de abril y el 1 de mayo). Se trata de una manifestación cultural con dos simbologías de filiación distinta. Por un lado, el “mayo” (el maypole anglosajón), ese poste o árbol de gran longitud que los mozos se encargan de traer de la arboleda del pueblo para ser plantado en la plaza. El mayo es el elemento masculino y se rodea de una suerte de rito de iniciación y de afirmación en la pertenencia al grupo coetáneo de mozos (la “quinta”): unos años con otros, se rivaliza para ver quién pone “el mayo más alto” en clarísima afirmación masculina, poste erecto hincado en la tierra (sigue la afirmación masculina, ahora cósmica) que, además, en algunos casos, ha de ser “vencido” al estilo de una cucaña, el palo pelado y engrasado y con premio al final, en muchos casos un simple añadido ramoso, con follaje, que aumenta la longitud total del tótem o bien simula una culminación, en sentido tanto morfológico como fisiológico, de lo que no deja de ser, a todas luces, un símbolo fálico. El mayo en nuestras tierras es un chopo larguirucho de la ribera, y aquí ya se nos enciende una luz respecto a los singulares arcos de San Juan seguntinos.

Esta parte del simbolismo del mayo es de origen celta, el culto de Beltane, una fiesta pagana de primavera en la que casi todo está permitido y que incluye, además del elemento de fertilidad, cosas como el fuego y la noche, en conexión añadida con los sanjuanes solsticiales.

El otro elemento simbólico de la fiesta de los mayos es la “maya”, la reina de la fiesta, una adolescente o una niña elegida entre las jóvenes del pueblo, es decir, una virgen, a la que se le rinden honores o con la que incluso se simula un casamiento ritual con otro joven del pueblo (el “mayo”). En algunas versiones se llegan a sortear todas las jóvenes casaderas, incluso las niñas, entre los mozos en un emparejemiento simbólico, tal y como relata Eusebio López Cortijo para Ocentejo, en su maravillosa e impagable autobiografía. Esta parte del culto al elemento femenino, particularizado en la figura de la mujer virgen, tiene sus raíces en la cultura mediterránea, desde los fenicios al menos, y sobre todo en nuestro ancestro cultural grecolatino (fiesta primaveral romana de la Bona Dea, también llamada diosa Maya). No hay que andar mucho para entender que la transfiguración del mes de mayo en el “mes de la Virgen María” tiene que ver con esos ecos del tiempo.

A la maya, o a las mayas (es decir, a las mozas), se les cantan “mayos”, es decir, coplas de cortejo más o menos atrevidas, muchas veces en forma de ronda nocturna (en el sanjuán seguntino tenemos una versión extremadamente suavizada, aunque quizá con significados ambivalentes: “la mañana de San Juan cómo te jaleabas...”). La noche de los mayos los jóvenes “enraman” los balcones de las mozas con flores y ramas de distintos árboles o arbustos, con distintos significados (referido por Mª Jesús Temiño para El Bierzo: álamo: “te amo”; chopo: “te quiero poco”; negrillo: “va la vaca detrás del novillo”, es el olmo; palera: “que te quiera tu abuela”, es un sauce; en otras zonas de la montaña leonesa se ponen cardenchas a la moza que cae mal). En Burgos, según Fernando González Blanco, la maya, niña engalanada, era paseada por la ciudad mientras sus asistentes (sus “damas”) iban pidiendo a los transeúntes “una perrita para la maya”. ¿No nos suena mucho todo esto a los seguntinos? Recordamos: se está hablando de tradiciones muy extendidas en los mayos, pero no en San Juan, en general más asociado en casi toda la geografía ibérica al fuego, a lo sobrenatural y a lo oculto, incluidas muy especialmente las plantas mágicas (el trébole, el helecho que florece, etc.) Los ritos de purificación, con su componente levemente mágico, podrían persistir tímidamente en el San Juan seguntino a través de las plantas sanjuaneras, elegidas entre las más fuertemente aromáticas de las que florecen al principio del verano; quizá sea éste el elemento más genuinamente solsticial de nuestra fiesta.

Pero vayamos a los arcos de San Juan, el componente más identificativo de la sanjuanada seguntina. Hasta donde es posible averiguar por lo más accesible entre lo publicado (permítaseme no poner citas para abreviar), solo se repiten, además en forma virtualmente idéntica, en Béjar y en Burgos (aquí ya extinguidos). Sin embargo no es San Juan el único santo de esta época del año con arcos vegetales. En una visita a Rello (Soria) el pasado día de San Antonio (13 junio), la procesión apenas concluida, pudimos observar el arco de ramos de chopo que adornaba el sencillo paso procesional del santo: un arco en todo semejante al que vemos en Sigüenza por San Juan. Una simple búsqueda de imágenes en internet por “procesión de San Antonio” nos demuestra que este santo sale en andas adornado por arcos vegetales en numerosos puntos de la geografía hispana e iberoamericana. No olvidemos que San Antonio es un santo casamentero, lo cuál nos vuelve a llevar a los ritos de fertilidad.

Y no solo San Antonio, y nos metemos ahora en pantanos más profundos. Aparte de algún ejemplo testimonial para la procesión de San Pedro (por ejemplo en Gallur, Zaragoza) en términos muy parecidos a los descritos para el de Padua, debemos fijarnos en el mismísimo Corpus Christi, que, no lo olvidemos, es fiesta de primavera. Ha sido tradicional, y todavía lo es en algunos puntos, establecer arcos vegetales en las calles por las que debe circular la Custodia. Ejemplos tenemos en Burgos (ya desaparecidos), en Toledo (en ciertas calles), en Béjar (Salamanca), en Torrenueva (Ciudad Real), en la isla de la Palma, etc. En la gran procesión de Sevilla, los arcos, desmesurados, son de marquetería con algunos elementos vegetales. La fiesta del Corpus es relativamente reciente, dictada por bula del Papa Urbano IV, en el siglo XIII, tras la visión de Santa Juliana de Mont Cornillón (Bélgica) de la luna llena con una mancha negra, hecho interpretado por los teólogos del papa como una señal que comandaba establecer una fiesta dedicada al Sacramento Eucarístico en momentos tan importantes del año. Momentos importantes para la Iglesia, pero, ¿por qué? Parece evidente que la profusión de ritos paganos que constituye el ciclo primaveral, iniciado con los mayos y rematado en la noche de San Juan, debía tener un contrapeso lo más fuerte posible. Numerosas y populares fiestas sacras con sentido netamente primaveral, San Isidro, San Antonio (el santo más celebrado en los pueblos de nuestra provincia), San Pascual Bailón, numerosas romerías a distintos santos o a la Virgen (Barbatona, Virgen de la Hoz, etc.), son muestras de este empeño eclesiástico por borrar a toda costa el paganismo primaveral, esfuerzo culminado con el establecimiento del Corpus Christi (y su Octava) y del mes de mayo como mes de la Virgen. Sin olvidar la Cruz de Mayo, día 3, también popular en la provincia, fiesta en la que se bendicen los campos, a veces con cruz formada por flores o adornada con elementos vegetales, que no sería, según la mayoría de los etnólogos, sino la cristianización más directa de la fiesta del árbol de mayo.

Como último ejemplo de la unión de todas estas fiestas en un solo ciclo, añadamos una observación más: hay lugares donde se planta un palo de mayo o algo muy parecido al mayo por San Juan. Por ejemplo en Setiles, donde se pone el “pimpollo” en la sanjuanada, un poste en todo semejante al mayo, que también se celebraba en esa localidad. Esta peculiaridad se repite en unos pocos casos más en el resto de España, como en localidades del Valle del Jerte.
Explicado todo lo anterior, y dejando en el tintero muchas cosas ya que el caso es amplio, vamos concluyendo con nuestra hipótesis. La fiesta de los mayos constituye un ritual que, sin duda, resultaría escandaloso a la tradición cristiana. El ciclo de primavera, que aglutina numerosas fiestas relacionadas con la vegetación y la fertilidad, va desde el uno de mayo al solsticio con indudables elementos que unen uno y otro extremo, de los cuáles hemos mostrado unos ejemplos. Una copla recogida en Pinilla (Segovia) por Mª Jesús Temiño enfatiza esta conexión, tanto temporal como en el aspecto de la fertilidad o erótico:

En mayo me dio un desmayo
y en mayo me desmayé
y en mayo cogí una flor
y en San Juan la deshojé.

(nota: “desmayarse” era quedarse sin “maya” la noche de los mayos, aunque es obvio que caben otros significados). En España, hay intentos de prohibición de esta manifestación popular de los mayos al menos desde el Concilio de Elvira (Granada, s. IV), intentos que se intensificaron a partir del s. XVIII (se suele citar una cédula de Carlos III, entre otras prohibiciones). El mayo, en su versión europea, también fue reprimido por las iglesias protestantes en el continente y en Inglaterra a partir del s. XVII.

Si unimos todo lo dicho a que en Sigüenza no se celebran los mayos y no hay constancia, hasta donde he podido averiguar, de que se celebrasen en tiempos recientes (al contrario que en muchos pueblos de la provincia, de menor importancia para el Obispado), planteo la hipótesis de que nuestro San Juan no es más que unos mayos desplazados en el calendario por motivos religiosos. Un proceso en el que quedaría eliminada la principal fiesta pagana (los mayos, primaverales), mientras solo algunos de sus elementos serían asimilados popularmente, convenientemente suavizados, en la segunda en importancia (San Juan, solsticial) convenientemente sacralizada. Bajo este punto de vista, nuestros sencillos y bellos arcos sanjuaneros, tan peculiares en el contexto de la tradición ibérica, no serían sino unos mayos disimulados. Arqueados, luego vencidos, si se quiere. Con todo lo que eso implicaría, según lo dicho, que no es poco.

No sabemos la intensidad de este desplazamiento en otras partes de las castillas, aunque algunos elementos, como el “enramado” nocturno por San Juan, cardos incluidos, está presente en diversas localidades de nuestra provincia o, por ejemplo, de Soria. Tampoco el mecanismo exacto por el que se hubiera producido. No estaría mal si, los distintos y apasionados historiadores en activo de nuestra ciudad, asiduos a la paciente rebusca en los archivos, echaran un vistazo a este asunto en sus indagaciones, por si apareciera alguna noticia que demostrase tal hipotético desplazamiento o suplantación, que no puede ser muy antiguo. Una prohibición de los mayos en el siglo XVIII específica para Sigüenza por parte de la Diócesis, complementaria de lo que se regula por entonces en todo el reino, sería un buen agarradero para empezar.

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Viñeta

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