Alrededor de 300.000 personas han llegado a Europa a través del Mediterráneo en lo que va de año, y otras 200.000 en el año 2014. Más de 2.500 seres humanos que huyen de la guerra y del hambre han muerto durante la travesía hacia un mundo mejor entre enero y septiembre. Las peticiones de asilo en Hungría ascienden ya a 140.000 en este mismo periodo de tiempo, la mayoría procedentes de Siria, Afganistán, Irak y Pakistán.
Son las cifras estimadas por ACNUR, a cuyo portavoz, William Spindler, le escuché lamentarse hace algunos días en la radio de la falta de coordinación y de coherencia de la Unión Europea a la hora afrontar este éxodo vergonzante de seres humanos que huyen de la guerra y de la miseria. En definitiva, de la muerte. Las cifras de refugiados son alarmantes, pero sería un error quedarnos en la frialdad de los números. Detrás de estos datos estadísticos hay familias enteras: abuelos, padres y niños, algunos recién nacidos.
Dentro de un camión, en Austria, cerca de la frontera con Hungría, aparecieron a finales de agosto 71 cadáveres, una montonera de cuerpos sin vida, asfixiados, abandonados a su suerte, en medio del horror y de la tragedia. Una imagen dantesca, detrás de un rótulo de carne de pollo. ¡Qué terrible final para esas personas que sólo buscaban un refugio nuevo en Europa, después de haber pasado por los campos de refugiados del Líbano! Viaje a ninguna parte de seres humanos a los que también vemos arrastrarse, con niños en brazos, entre las alambradas de la frontera húngara o deambular por las vías de tren en Macedonia, sin más consuelo que el que les empuja a sobrevivir.
Son personas como cualquiera de nosotros, pero tuvieron la desgracia de nacer en tierra hostil, la mala suerte de vivir en países en guerra o junto a territorios sometidos a la barbarie humana. Es normal que traten de huir y que intenten encontrar algún lugar de acogida dentro del mundo desarrollado, en países donde sus hijos puedan ir de nuevo al colegio y disponer de los servicios más elementales. Y eso tenemos que entenderlo todos, antes de que sea demasiado tarde.
Corrientes migratorias han existido siempre. Forman parte de la historia de la humanidad, aunque no se haya producido un éxodo similar desde la Segunda Guerra Mundial. El problema ahora es cómo hacer frente a esta avalancha de inmigrantes y refugiados que se agolpan a las puertas del mismo corazón de Europa. El problema en estos momentos es poner de acuerdo a los distintos países de la Unión Europea para que cada uno asuma una cuota proporcional de los miles y miles de sirios, libios o eritreos que llegan a nuestras costas o cruzan nuestras fronteras tras haberse jugado la vida en alta mar o haber sido víctimas mafias criminales que trafican con ellos.
En pleno siglo XXI, la muerte viaja en la cubierta o en la bodega de alguna barcaza que bordea las costas repletas de bañistas o en el interior de un camión de productos cárnicos entre Hungría y Austria, abriéndonos los ojos a una realidad tan cruel como injustificada. Siria lleva ya más de cuatro años en guerra y los países de su entorno – Líbano, Jordania o Turquía – han dicho hasta aquí hemos llegado, después de haber dado asilo a millones de refugiados.
Se calcula que desde el inicio de la contienda han abandonado Siria alrededor de seis millones de almas. Es lógico, por tanto, que las calamidades y el desbordamiento provocado por nuevas avalanchas humanas tengan como consecuencia la huida hacia Europa de muchas familias, sobre todo de aquellas que todavía disponen de algún dinero; dinero del que luego darán buena cuenta las mafias.
La crónica de esta tragedia migratoria que empaña ahora las conciencias de los europeos queda retratada en las palabras de este superviviente paquistaní, tras un naufragio en aguas del Mediterráneo. Se llama Shefaz Hamza, tiene 17 años y se pasó nueve horas flotando sobre un trozo de madera, frente a la costa de Libia, después de ver cómo perdía para siempre a su madre. “Le decía a mi madre que todo iba a solucionarse, que estuviese tranquila, pero se hundió en el agua apenas un cuarto de hora antes de que llegara el equipo de salvamento. Murió en mis brazos. Pedí a un socorrista que me permitiera llevarme a tierra su cuerpo, pero no me dejó”.
Los testimonios aterradores de esta buena gente ocupan las primeras páginas de los periódicos. Sin embargo, es difícil encontrar titulares en los que aparezcan las medidas urgentes que los organismos internacionales y los países de acogida de inmigrantes están tomando. Está claro cuál es el problema, pero nadie quiere afrontarlo con todas sus consecuencias, porque eso implicaría poner en riesgo la vida de algunos de nuestros compatriotas.
Me explico. Nadie quiere recibir ataúdes en sus aeropuertos y, sin embargo, la solución pasa inevitablemente por pacificar esos países de origen de los refugiados e inmigrantes y mejorar sus condiciones de vida. En una palabra, mandar tropas de la OTAN y de Naciones Unidas a combatir contra los rebeldes y contra el Estado Islámico en los conflictos de Siria, Libia o Pakistán.
Y eso, como es lógico, entraña costes importantes, no solo económicos, sino en vidas humanas. La solución está en el origen y no en la forma de repartirnos a las familias que huyen de las guerras y de sus consecuencias.
Mientras tanto, lo menos que se puede exigir es que esta pobre gente pueda sobrevivir entre nosotros. Aunque sólo sea para contarlo.
Javier del Castillo
Director de Comunicación de Atresmedia Radio