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Al poner el título a este artículo no me estaba acordando precisamente de Artur Mas, sino de la película de Fernando Fernán Gómez, rodada en Palazuelos, Atienza (Guadalajara) y Ayllón (Segovia), donde se cuenta la historia sentimental de los últimos cómicos de la legua. “El viaje a ninguna parte”, además de una gran película, me parece una interesante reflexión sobre la evolución de la sociedad española y más concretamente del mundo rural. Y un magnífico retrato de las compañías de teatro que recorrían la España profunda llevando en sus carromatos y maletas una muestra autorizada del teatro popular español.

Pues bien, entre los cómicos que participaron en el reparto de esa gran película figuraba el entonces zangolotino Gabino Diego, con el que tuve la oportunidad de hablar recientemente en el Teatro de La Latina, donde ahora representa la obra “Nuestras mujeres”. A Gabino Diego, treinta años después de aquel rodaje, no se le ha borrado de la memoria la imagen amurallada de Palazuelos, como no se le ha olvidado tampoco el castillo de Sigüenza o las calles empedradas de Atienza. Yo diría más: le encanta recordar esos escenarios, como le encanta volver a la Sierra del Segura, en Albacete, donde rodó “Amanece que no es poco”, una de las mejores películas del cine  español, dirigida por José Luis Cuerda.

Mientras me hablaba de los escenarios naturales de estos dos rodajes y de esa España del interior increíble que algunos han empezado a descubrir ahora, se acordó de la observación que le hacía Fernando Fernán Gómez en “El viaje a ninguna parte” sobre la movilidad humana. Una observación que venía a resumirse en lo siguiente: “no te has dado cuenta Gabino de que los ricos van siempre sin maletas, porque alguien que se las lleva, y los pobres vamos con la casa encima”. Tenía mucha razón.

Su representación más exacta y cruel la estamos viviendo ahora, en esta avalancha de seres humanos que cruzan las fronteras huyendo de sus países en guerra para encontrar un refugio seguro en los países vecinos. Con una particularidad, que huyen sin poder llevarse siquiera la casa encima, ya que previamente ha sido reducida a escombros. Es el viaje a ninguna parte, pero en su versión más dramática. El éxodo masivo de una población asediada por los bombardeos.

La realidad, una vez más, supera a la ficción. La emigración voluntaria no tiene nada que ver con la huida motivada por razones de pura y simple supervivencia. El deseo de viajar en estos casos no puede medirse siguiendo los parámetros occidentales de descubrir otras formas de vida, conocer culturas diferentes o vivir nuevas experiencias.

Para millones de personas no existe esa opción de elegir. El destino del viaje es lo de menos, cuando se trata de salvar la vida, de encontrar un refugio donde protegerse. Un lugar donde sus hijos puedan por lo menos ir al colegio y tener un médico que les atienda. Lo importante es la gente, su solidaridad, y no el escenario nuevo en el que transcurrirá otra lucha inevitable por la supervivencia.

Volviendo la mirada al atardecer del Teatro de La Latina, junto a Gabino Diego, me gustaría hacer algunas reflexiones sobre la corriente migratoria que se produjo en nuestro propio país en los años sesenta y setenta. El éxodo del campo –“con la casa encima”, que diría Fernando Fernán Gómez– venía motivado por unas precarias condiciones de vida y por el efecto llamada de una incipiente industrialización localizada en el extrarradio de las grandes urbes. Era un viaje a lo desconocido, pero avalado por las primeras experiencias de otros paisanos que volvían a sus lugares de origen presumiendo y señalando el camino hacia el nuevo paraíso.

Nadie recuerda ya el desarraigo ni las precariedades de una vivienda humilde en las afueras de Madrid o Barcelona, ni la falta de servicios. Al fin y al cabo, la situación de la que venían todavía era peor. Y tampoco resultaba fácil reconocer dificultades o admitir que en algunos aspectos cualquier tiempo pasado fue mejor. El fracaso era palabra prohibida en las conversaciones con los paisanos que se resistían a desertar del arado. A nadie se le ocurría comentar entonces algo que hoy es recurrente: que en los pueblos se vive muy bien.

Claro que la respuesta es de perogrullo: ¿y a qué esperas tú para retornar al pueblo? Si se vive tan bien, no se entiende que sigan vacíos, y menos en tiempos de crisis. La repoblación del mundo rural sigue siendo una broma, por mucho que algunos se empeñen en adivinar en el horizonte una corriente migratoria en sentido inverso al que se produjo hace ya casi medio siglo.

Bienvenidos los nuevos servicios, bien hallados los recientes trabajos de pavimentación, enhorabuena por esas infraestructuras, pero mucho me temo que tanta generosidad llega demasiado tarde.

Como ya les conté aquí hace algún tiempo, la iluminación de una localidad sin apenas habitantes durante el otoño e invierno siempre me parecerá una buena noticia, aunque solo sea para que salgan bien iluminadas las autoridades en el acto de inauguración. Pero llegan ustedes demasiado tarde, cuando ya se están jubilando los jóvenes que estudiaron a la luz de una vela o un candil.

El viaje a ninguna parte se repite con mucha más frecuencia de lo que el propio Fernán Gómez imaginaba en los años ochenta. Y sin necesidad de llevar la casa encima, como le contaba al bueno de Gabino.

 

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Viñeta

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