Junto a la pequeña ventana de su casa en la Travesaña Baja, María de Sobaños esperaba la llegada del escribano para redactar su testamento. Era la víspera de San Juan del año 1590. Su salud era frágil y quebradiza, presentía que se aproximaba el ocaso de su vida. Preocupada por el destino final de su alma, quería dejar reflejados en su testamento su devoción y espiritualidad. Para ello, donaba todos sus bienes y sus rentas a la fundación de una obra pía a cambio de tres misas semanales en sufragio de su alma, en la Ermita de Nuestra Señora de la Estrella, escogida por su proximidad a su casa, para facilitar la asistencia a vecinos y amigos.
Iba a realizar un legado a favor de su alma, una actitud religiosa surgida a finales de la Edad Media, que alcanzó su máxima expresión en el ambiente profundamente espiritual y religioso del siglo XVI. Poco antes de morir, se contribuía a la salvación eterna mediante la donación testamentaria de las rentas de los bienes materiales a una fundación piadosa que a cambio se comprometía a realizar sufragios por el alma del donante. Era una economía espiritual que sólo estaba al alcance de personas con buena posición económica.
Era el caso de María de Sobaños que gozaba de un acomodado nivel de vida fruto de su matrimonio con Andrés Gutiérrez, quién había alcanzado un importante nivel económico, dedicado al comercio y artesanía del cuero. Andrés poseía casas en la Travesaña Baja, la artería artesana y comercial de la Sigüenza del siglo XVI y unas Tenerías en el Vadillo, donde curtían y trabajaban las pieles que después vendía. Por su parte, María había llegado a su matrimonio con un rico ajuar y enseres personales. No tuvieron descendencia a quien legar su fortuna y, para llenar aquel vacío, aceptaron en su casa a niñas huérfanas pobres, como sirvientas, a quienes procuraron un medio de vida adecuado. En aquella época, las niñas huérfanas eran acogidas en conventos, donde las educaban para poder servir en casas de nobles, eclesiásticos y ricos artesanos o comerciantes.
María hizo testamento destinando su patrimonio a la fundación de una capellanía de niños de 14 años que recibirían formación eclesiástica a cambio de cantar misas semanales a favor del alma de su benefactora y una obra pía dirigida a la entrega de dotes a doncellas huérfanas sin medios, bajo la administración de Andrés Gutiérrez, su viudo. Fiel a la voluntad de su difunta esposa, antes de fallecer en 1606, Andrés hizo testamento en los mismos términos, dejando las rentas de los alquileres de todas sus propiedades urbanas y rústicas a beneficio de la obra pía. Nombró a los patronos administradores de los bienes, del pago de capellanías y distribución de dotes. Uno fue escogido entre los miembros del Monasterio de San Antonio de Portaceli y el otro sería el catedrático de Prima Teología de la Universidad y canónigo de la Catedral, que recibirían una gratificación de dos ducados cada uno. La elección seguía un proceso muy riguroso. Optar a la dote no era nada fácil, había que acreditar la posesión de los requisitos exigidos: ser huérfana, tener cumplidos los 18 años, poseer algún vínculo familiar con los fundadores y un certificado de probada honradez.
Las huérfanas aspiraban con ilusión a esta ayuda que mejoraba su status social, tanto si pretendían contraer matrimonio, como si elegían ingresar como novicias en un convento. Por ese motivo, cuando se aproximaba el 30 de noviembre, festividad de San Andrés, día de la elección de la agraciada con una dote de 40 ducados, las huérfanas de Sigüenza deseaban con mucho anhelo ser una de las beneficiarias.
La primera fue la joven María Cuaresma que desde hacía unos años, estaba al servicio de Andrés Gutiérrez. Después cada año se irían alternando las líneas de la familia, así la segunda beneficiada salió de la rama de María de Sobaños. Cuando no hubiera doncellas cercanas se buscarían en familiares más lejanos. En último lugar, se abría también la oportunidad a otras huérfanas de Sigüenza “honrradas y birtuosas”. La agraciada con la dote, nunca la recibía en sus propias manos. Las Leyes de Toro, promulgadas en 1505, limitaban la capacidad de la mujer, que necesitaba el permiso del padre o marido para recibir la dote. Era el futuro esposo quien la aceptaba, convirtiéndose en el único administrador de los bienes conyugales. Pero si entre la adjudicación de la ayuda y su entrega definitiva fallecía la huérfana, el dinero de la dote revertía al patrimonio de la obra pía.
Desde su creación a principios del siglo XVII hasta su desaparición como consecuencia de las desamortizaciones del siglo XIX, la obra pía de dotes para huérfanas pobres ayudó a numerosas jóvenes seguntinas, logrando el fin para el que había sido instituida. Su fundadora, María de Sobaños, tuvo el privilegio de escoger el lugar de su sepultura. Años más tarde, Andrés Gutiérrez también dejaría escrito su último deseo en su testamento:
“Ytem mando… a mi cuerpo se le de eclesiástica sepultura y sea enterrado dentro de la Hermita de Ntra. Sra. de los Huertos, junto al altar de Ntra. Sra. de la Leche, en la sepultura donde esta enterrada María de Sobaños, mi muger.” Y así fue.
Este artículo es un resumen de:
Donderis Guastavino, Amparo: La religiosidad en Sigüenza: una obra pía en su Archivo Municipal. En: Iglesia y religiosidad en España. Historia y Archivos. Actas de las V Jornadas de Castilla-La Mancha de Investigación en Archivos. Tomo I. Guadalajara: Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha/ ANABAD Castilla-La Mancha / Asociación de Amigos del Archivo Histórico Provincial de Guadalajara, 2002. pp 175 – 188
Ilustración: Velazquez. Interior de cocina con Cristo en casa de Marta y María. 1618