En la sobremesa familiar alguien ha sacado unas postales antiguas de Sigüenza, y la curiosidad nos atrapa. Nos asomamos a esas vistas con la emoción del descubrimiento: así era la ciudad de antaño. Pero ¿por qué nos atrae el pasado? Tal vez porque la realidad actual tiene dimensiones ocultas, y la visión del pasado pone de manifiesto alguna de ellas. Cuando esta curiosidad se convierte en pasión tenemos en ciernes un aficionado o aficionada a la historia local.
Recuerdo un manual de Historia de Roma, escrito en colaboración por varios sesudos catedráticos. Había en una de sus páginas un pequeño mapa de la península Ibérica. Un mapa vacío; salvo por un punto casi en el centro, rotulado con este epígrafe: Segontia; y un trazo firme que subía desde el sur, que quería representar la expedición de castigo del cónsul Catón. La línea negra, que representaba el avance de las legiones romanas, se detenía en Segontia con dos espadas en aspas y una fecha, 195 a. C. Por aquel tiempo, leía yo aquella simpática conversación que escribió Cicerón para animarse a enfrentar la vejez. El personaje principal, que ponía la felicidad en el cultivo de un huerto, era precisamente un avatar de aquel Catón que, al parecer, hacía más de dos mil años nos había quemado el pueblo. Catón el Viejo, modelo de personaje elocuente, prudente y sensato; pero que ha dejado para la historia alguna otra imagen más en consonancia con el cruel general legionario que fue: ese busto del romano por antonomasia, el campesino grave, defensor de sus tradiciones y gesto intratable.
Muchos de los textos latinos, antes difíciles de encontrar, empezaron a circular libremente por internet. En una de esas tardes ociosas que deben de llenar la vida de los aficionados locales, se me ocurrió consultar el texto de Tito Livio de donde había sacado su gráfico aquel historiador académico. ¿Cuál no sería mi sorpresa al encontrarme que allí no se decía exactamente lo que había imaginado el historiador?... Veamos de cerca ese texto:
El cónsul [Marco Porcio Catón], cuando no puede hacer salir a los enemigos [a los celtíberos, de su campamento, para batallar contra ellos], primero conduce unas cuantas cohortes con sus enseñas y sin impedimenta hacia los campos de su territorio intacto para saquearlo; después, habiendo oído que todo su bagaje y pertrechos habían sido dejados en Segontia de los celtíberos, hacia allí continúa avanzando para atacar. Tras esto, como no se mueven por nada [como los celtíberos no salen de su campamento], pagadas las soldadas no solo a los suyos sino a los soldados del pretor [al que había ido a ayudar], dejando todo el ejército en el campamento del pretor, él regresó al Ebro con siete cohortes.
¿Por qué este amago de ataque se interpretó como si Segontia hubiese sido conquistada por las legiones de Roma? Si así hubiera sido, Tito Livio le habría dedicado varios capítulos. ¿Había querido ir el historiador más allá de lo razonable, llevado por un ímpetu romántico hacia el territorio de las alucinaciones?… Esta experiencias me hizo considerar que la Historia era el más difícil de los géneros literarios, porque no trata de lo verosímil sino de la auténtica verdad. La pasión del estudioso local se me presentó entonces como cargada de seriedad y responsabilidad. Alumbrar las dimensiones ocultas de la realidad, empieza por no falsearla con interpretaciones fantasiosas.
Recuerdo ahora, hace unos años, cuando se abrió un gran pozo en la cabecera de la Alameda. Cerca de allí, en el Paseo de las Cruces, el canónigo Chantos, según testimonio del erudito local don Ramón de Lapastora, descubrió los restos de un templo; así que allí fuimos a contemplar cómo la excavación descubría los sillares de la antigua ciudad de Segontia. Puedo dar fe de que salió a la luz una prodigiosa colección de cantos rodados sedimentarios, “enormes como huevos prehistóricos”; pero la ciudad romana permaneció oculta bajo el subsuelo.
Desde ese 195 a. C. hasta el comienzo de la dominación de los visigodos transcurren casi siete siglos de romanización, que para el aficionado local están llenos de misterio. ¿Qué tiene que ver, se pregunta, la Sigüenza actual con la Segontia fantasmal del pasado? El estudioso puede tal vez rastrear los vestigios arqueológicos de aquella remota ciudad, encontrar sillares romanos en los cimientos del Castillo o en el viejo puente de la carretera de Madrid; o incluso alguna lápida escondida y apenas descifrable. Puede estudiar indirectamente lo que pudo ser la ciudad adentrándose en los manuales al uso, saber que dependía municipalmente de Clunia, y ese tipo de notas curiosas; pero las cuestiones que a él le gustaría resolver siguen pendientes. Sí, es indudable que hubo romanización y latín vulgar, pero ¿cómo sucedieron esos fenómenos en este pueblo, en esta civitas concreta?... Los hechos generales son importantes. Es sabido que donde hubo pretor romano (especie de gobernador y juez militar) hubo luego obispo. Y la sede episcopal sí que constituye un verdadero hecho fundacional de la Sigüenza actual. Pero el aficionado local quiere concreción, no se contenta con generalidades, por muy preclaras que sean. No le basta con llegar a los monumentos y restos arqueológicos, quisiera asomarse a los seguntinos reales que aquí vivieron y ver en qué se le parecen.
Al benemérito aficionado local, antes de su desengaño, quizá le hubiera gustado que el Ayuntamiento hubiese erigido una replica del severo busto de Catón el Viejo en la Alameda, porque tal vez ese romano de pura cepa hubiera sido su visitante más ilustre. Pero Catón el Viejo se lo pensó mejor antes de subir contra los celtíberos, contra los arévacos, de estas serranías. De no ser así, hubiéramos tenido un primer retrato personal de alguien vinculado con Sigüenza: no ya de un sapiens de hace más de dos mil años asomándose al horizonte de estos cerros; sino el retrato de una verdadera figura histórica, representante del auténtico carácter romano.
José M.ª Martínez Taboada
Fundación Martínez Gómez-Gordo