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Tomó entre sus manos el  vistoso chapín que iba a estrenar en su boda con Carlos II “El hechizado”. Era costumbre española calzar lujosamente a las reinas en tan señalado acontecimiento. Para ella era una  novedad, Mariana de Neoburgo, que así se llamaba la joven que venía de Alemania, tampoco conocía al que iba a ser su esposo. Se había casado por poderes, en una majestuosa ceremonia a la que asistieron ilustres invitados alemanes y españoles, el 28 de agosto de 1689, en Ingolstadt, una preciosa ciudad alemana situada a orillas del Danubio, en la Alta Baviera. Una semana después partió con destino a España, acompañada por su hermano y un discreto séquito, a bordo de un buque de guerra inglés, hasta las costas gallegas. Una vez allí,  desde El Ferrol, en un carruaje hasta Valladolid. La travesía fue larga, peligrosa y nada romántica para la prometida. Duró más de seis meses y se le hizo interminable. Atrás dejaba a su familia, para iniciar su vida marital en un ambiente muy diferente al que había vivido en la corte del Palatinado.

 Hizo la entrada en Valladolid montada a lomos de un caballo para reunirse con Carlos II,  que la esperaba para solemnizar sus esponsales y convertirla en reina consorte de España, Nápoles, Sicilia, Córcega, Cerdeña, Jerusalén y territorios de Ultramar; duquesa de Milán, soberana de los Países Bajos y condesa de Borgoña. A sus 22 años Mariana de Neoburgo representaba la gran esperanza para una monarquía deseosa de asegurar su continuidad  dinástica. Fue elegida entre otras candidatas, porque su madre había tenido veintitrés hijos y esperaban que ella hubiera heredado su especial  fertilidad.

En el vallisoletano  Convento de San Diego se dispusieron los aposentos reales. Su camarera mayor supervisó la colocación del espléndido vestuario para engalanar a una novia que destacaba por su belleza, su esbelta figura  y su  larga melena pelirroja, frente a un novio que además de poco agraciado, era frágil y estaba muy enfermo. Entre la profusión de telas y lazos, joyas y ungüentos perfumados, que se repartían por la estancia, destacaban  un conjunto de espléndidos chapines. Era  un calzado de corcho forrado con un magnífico cordobán de cuero repujado y pintado. Un lujo sólo al alcance de las reinas, pero que empezaba a ponerse de moda en la corte española y pronto de extendería su uso  por  Europa.

La boda real fue un gran acontecimiento que se festejó durante varios días. Mientras tanto, los súbditos se preguntaban cómo harían frente a los cuantiosos gastos que acarreaba y que comprendían: los efectuados para formalizar el noviazgo, el largo desplazamiento marítimo y terrestre de la novia para llegar a España; el coste de la ceremonia por poderes, donde se desplazó una delegación española hasta Alemania, y los actos celebrados en Valladolid, Madrid  y Nápoles, entre otras ciudades del reino con motivo de las nupcias.

Durante el siglo XVII los costes de la celebración de las bodas reales de Felipe III, Felipe IV y Carlos II, fueron vertidos sobre el pueblo llano, los pecheros,  obligados a pechar, a tributar o pagar impuestos, algunos tan curiosos como  éste. El servicio del casamiento real o el Chapín de la reina nuestra señora, en clara alusión a los  lujosos zapatos que se adquirían en aquella ocasión para la novia. Lógicamente era un impuesto de carácter extraordinario, el órgano encargado de su ordenación y colecta eran las Cortes de Castilla, convocadas también de forma extraordinaria por el rey con aquel motivo. En cinco ocasiones  aprobaron la recaudación del impuesto, tantas como enlaces reales hubo.

La boda  de  Carlos II con Mariana de Neoburgo, supuso para la hacienda real un desembolso de 150.000.000 de maravedíes. Una cantidad excesiva que hubo que repartir proporcionalmente entre los contribuyentes, para facilitar la operación se fraccionó en siete plazos a pagar cada cuatro meses.

Sigüenza no fue ajena a este acontecimiento cuya huella quedó grabada en los libros de actas del concejo municipal y en su historia local. Llegaron noticias del casamiento del soberano y de la obligación de contribuir económicamente al dispendio real. Le correspondió el pago de 96.429 maravedies, pero no lo pudo hacer efectivo dentro del plazo establecido, que se fijaba para el mes de diciembre de 1690. A mediados del mes de julio de 1691, desde el Corregimiento de Guadalajara se emitió una orden de apremio a los municipios de su jurisdicción, entre ellos Sigüenza. Un correo distribuyó la disposición oficial que el gobierno central había remitido a las autoridades provinciales y éstas, por vereda de aviso y repartimiento, se encargaron de distribuir por todas las localidades para su cumplimiento.

En ausencia del regidor municipal, fue el procurador general quien convocó en las casas del consistorio a los miembros del concejo municipal. En la reunión dio cuenta de la noticia recibida y recomendó hacer el pago cuanto antes para evitar demoras costosas para el erario municipal. La carta señalaba quince días contados a partir de la fecha de emisión que había sido el 14 de julio y la obligación de personarse en Guadalajara para hacer entrega del efectivo. Las arcas municipales seguntinas se harían cargo del primer pago cuya ejecución se encomendaba al mayordomo de propios, responsable de la hacienda municipal, que además de efectuar la entrega en Guadalajara debería encargarse posteriormente del reparto y recaudación de la cantidad adeudada entre los habitantes pecheros de Sigüenza, que de forma extraordinaria deberían aflojar sus bolsillos para pagar su parte proporcional del chapín de la reina.
Aunque los españoles satisficieron la boda, la reina Mariana de Neoburgo no supo ganarse su afecto y consideración. Era muy altiva, ambiciosa, de carácter difícil y autoritario. Fue tildada con el calificativo de “alemana, pelirroja y antipática”. Quiso tener poder y regir el destino de la corona. Su amplia y esmerada educación le permitió participar en la vida política española, donde llegó a conspirar en la corte y ejercer un influyente papel en el gobierno, hasta ser considerada “el primer ministro del rey”, de un rey con demostrada incapacidad para gobernar y para fecundar un heredero.

No logró la ansiada descendencia de Carlos II. Al morir el monarca se abrió la lucha por la sucesión y ella apoyó firmemente a su sobrino el archiduque Carlos de Austria como  sucesor al trono español. Ganó su rival, Felipe V, que decidió alejarla de la corte y recluirla en el Alcázar de Toledo. Con escaso dinero y enormes dificultades económicas mantuvo un cortejo de doscientas personas a su servicio, como contaba en sus cartas a la familia alemana. En el año 1707, la desterraron a Bayona (Francia), donde residió treinta y tres años, tuvo amores y algunos hijos secretos que demostraron su fertilidad. Al final de su vida, en 1739, muy enferma, consiguió autorización para volver a su amada España, en la que había vivido los mejores años de su vida. Se instaló en Guadalajara, en el Palacio del Infantado. Allí su corazón dejó de latir el 16 de julio de 1740. Fue inhumada en el Panteón de Infantes del Monasterio del Escorial. Ha pasado a la Historia de España como una de sus reinas consortes más desconocida.

Viñeta

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