Si el viajero, pongamos por caso un español mediamente curioso e ilustrado, dispone del suficiente tiempo como para deambular por Guadalajara a sus anchas, y si, por lo demás, tiene la fortuna de dar con el deliciosamente plácido y provinciano paseo del Dr. Fernández Iparraguirre, es probable que no le pase inadvertido, entre otros muchos bustos de las glorias locales y aun internacionales (A. Buero Vallejo, C.J. Cela, Nuño Beltrán de Guzmán, etc.), el de un enigmático judío del siglo XIII, alguien de quien no tiene noticia alguna hasta el momento, un tal, como reza la parca placa informativa, Moisés Ben Sem Tob de Guadalajara (o de León, según otros). El viajero trata de indagar infructuosamente en su archivo onomástico cultural, mientras contempla detenidamente la enigmática efigie, como si de ello dependiera resolver su incómoda ignorancia: a todas luces, el escultor ha abusado, al carecer de testimonio gráfico fidedigno, de los característicos rasgos fisionómicos de la etnia hebrea. Por otra parte, no se le escapa que si los munícipes de turno mandaron erigir tal monumento, no debe de tratarse de un destacado rabino castellano más (cuyo único mérito fue residir en la ciudad y escribir una de tantas exégesis bíblicas), sino que su contribución al pensamiento semítico debió de ser, sin duda, lo suficientemente memorable como para figurar en ese paraje urbano, elegido para homenajear a las glorias provinciales. Sus sospechas, como comprobará más tarde, no andan nada desencaminadas. Sí, por supuesto, no ignora que la cultura hispanojudía, durante el período que abarca del s. XIII al XV, dio muestras de una envidiable vitalidad intelectual; pero, salvo Maimónides y un par de renombrados poetas, entre los que se cuenta el espléndido Yehuda Halevy, sus lecturas y conocimientos de la gran cultura hispanojudía son imperdonablemente escasos; como, por otra parte, le sucede, tristemente, a casi la totalidad de sus compatriotas. Lo que, en verdad, si lo piensa detenidamente, no deja de resultar, más que lamentable, estúpido, por cuanto él, como, por demás, un número nada despreciable de españoles poseen, lo sepan o no, orígenes judaicos. Y, claro, cuando se ha andado por las ramas de su árbol genealógico, ha descubierto que, al menos, un par de los apellidos de su ascendencia materna eran indiscutiblemente de procedencia semítica-castellana: Espinosa y Cabezas.
Lo cierto es que el viajero cree que la historia de su país estará incompleta, y, de alguna forma, resultará inexplicable o, en el peor de los casos, pecará de espuria, si en su relato se echa de menos el fundamental aporte de las otras etnias y culturas, que un día lo poblaron (y aún lo pueblan, si se las quiere oír) y que contribuyeron, consciente o inconscientemente,a sus virtudes y a sus vicios, a sus felices logros o a sus sombríos errores, a sus costumbres (desde lo gastronómico a lo erótico) y a su psicología colectiva. En definitiva: sin esos “otros” españoles, tan españoles como el resto (¿huelga decirlo?), España nunca será el fruto de esa labor común de la que todavía, al menos unos pocos, es el caso del viajero, a pesar de los tiempos que corren, se sienten solidarios. Este país ni puede ni debe prescindir de esas “otras historias” de sus minorías raciales o religiosas (judíos, musulmanes, gitanos…) so pena de desvirtuar y tergiversar su propia idiosincrasia y su amor propio. Sé que a algunos les costará asumirlo, y no digamos defenderlo o auspiciarlo, pero la cultura española, si uno se toma la molestia (en mi caso, el placer) de comprobarlo a través del estudio, la inteligencia y la sensibilidad, fue, pese a todo, un afortunado crisol histórico donde se forjó nuestro destino común como pueblo; y del que sería tan absurdo como nocivo tanto sublimar como menospreciar.
Pero creo llegado ya el momento de desvelar la identidad de nuestro escurridizo rabino: Moisés Ben Sem Tob de Guadalajara (1240-1305), que aunque nacido en León, de ahí que se le bautice como “de León” en muchos casos, pasó el resto de sus días, por lo poco que sabemos de él, en nuestra capital, fue un teólogo o teósofo hebreo que inició su vida intelectual dedicado al estudio de Maimónides (1138-1204), el gran filósofo y médico judío-cordobés, quien publicó un lúcido tratado, que resultó trascendental no sólo para sus correligionarios, sino para la misma escolástica occidental (Tomás de Aquino no lo pasó por alto): la famosa Guía para perplejos: una apología de la concordancia entre la fe y la razón inspirado en una racional ortodoxia aristotélica.
Posteriormente, sus incesantes lecturas de la producción místico-semítica española y provenzal, propiciaron la aparición de esa imperecedera obra espiritual que conmocionó la mística judía, y que aún sigue desvelando y sugestionando a ciertos historiadores y eruditos, por tratarse de una de las obras maestras de la mística de todos los tiempos: El Zohar (Libro del esplendor). Tal obra es, junto al Séferletzirá, una de las llaves maestras de la “Cábala”. El significado de tal término hebreo, en su acepción popular es, según la R.A.E., un cálculo supersticioso para adivinar algo; y en su interpretación figurada, que todos empleamos alguna vez: intriga o maquinación, y, asimismo, conjetura o suposición. Más allá de sus vigentes y consuetudinarias acepciones, en sus orígenes, designaba tan sólo “la tradición”, los textos proféticos y hagiográficos de la Biblia judía —sin misticismo alguno—; sin embargo, hoy, nos remite, dado que en la Edad Media su etimología y recto significado sufrió un sustancial cambio, a una interpretación místico-alegórica del Antiguo Testamento (la Torá, en lengua hebrea), que pretende revelar un saber esotérico acerca de Dios y del mundo, un saber que la divinidad cifró ocultamente en las palabras que componen el texto. Según ella, Dios sólo puede reconocerse desde la óptica de la creación. El Zohar es un alambicado y misterioso sistema de desciframiento, que aporta las claves necesarias para descorrer “el velo del gran misterio”. En resumidas cuentas, y permítaseme la metáfora, una caja de enigmáticas herramientas lingüístico-numéricas para acceder a los verdaderos designios divinos.
No creo necesario ni conveniente, para un artículo con pretensiones divulgativas como este, extenderme más sobre el asunto, debido a su extrema complejidad. Pero sí aprovecharé su conclusión para advertir sobre la absoluta carencia de curiosidad, la desidia, el menosprecio, cuando no la malevolencia, con que todavía se trata, en este país, todo lo relacionado con la cultura judío-española. España no puede permitirse ni ese lujo ni esa locura. Impidamos, entre todos, que un futuro A. Machado vuelva a escribir algo parecido a aquellos tristes versos: “Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora”.