El conspirador Jorge Bessiêres por las altas tierras serranas. Un altivo jinete, al anochecer del lunes quince de agosto de 1825, engalanado con las insignias de mariscal de campo, sale furtivamente de la corte y cabalga presuroso por tierras de Guadalajara. Jorge Bessières, tal es su nombre, francés de cuna, conspirador y aventurero, es el brazo armado de un pronunciamiento ultra absolutista gestado meses antes. Distintas partidas de voluntarios realistas, exaltadas milicias del absolutismo radical, se suman a su paso por pueblos y aldeas. Sabe que puede morir, pero su compromiso es sagrado. Al día siguiente, según las viejas crónicas, llega a Brihuega al frente de de más de cuatro centenares de hombres. Tras desarmar a la guarnición de la villa, proclama a Fernando VII como rey absoluto, como si tuviera alguna duda de ello. El monarca, en la Granja de San Ildefonso, al conocer la asonada, pese a su posible implicación en la conjura, decide castigar a los pronunciados y dicta un expeditivo decreto. Si se rinden, serán juzgados con benevolencia; si presentan batalla, serán condenados a muerte. Además, declara traidor a Bessières y le “retira empleo, cargo, honores y condecoraciones”.
En la tarde del dieciocho de agosto, Jorge Bessières y sus tropas abandonan Brihuega y avanzan por el camino real de Aragón, por Gajanejos y Almadrones, en una marcha triunfal. Se encaminan a Sigüenza para sentar allí plaza fuerte y apoderarse de los caudales de las salinas de Imón. En el monte del Rebollar, muy cerca de la ciudad mitrada, un oficial de la guardia real sale a su encuentro y le muestra el decreto del monarca. Bessières queda desconcertado. El monarca, taimado jugador de ventaja, y los instigadores de su rebelión, cobardes y mediocres, le han vendido. El mariscal de campo, siempre audaz, toma la romántica decisión de licenciar a sus hombres, a los que despide con emoción y agradecimiento. Después, seguido por siete oficiales, tres sargentos y cuatro soldados, galopa, por el camino de Jodra, hacia las parameras de Molina de Aragón. La serranía de Cuenca será su refugio.
Fernando VII ordena al conde de España, también francés y fervoroso retrógrado, perseguir a los rebeldes. Un numeroso ejercito, mandado por el aristócrata, alcanza las tierras molinesas. Un francés contra otro francés; un absolutista contra otro absolutista. La expedición tiene éxito. El veintitrés de agosto una patrulla guiada por Saturnino Abuín, antiguo guerrillero conocido como El Manco, detiene a los sediciosos en la localidad conquense de Zafrilla y los conduce a Molina.
El conde de España recibe a Bessières como compañero de armas y le invita a compartir su cena. El mariscal muestra al conde una carta de Fernando VII, con sello y sin firma, que respalda su alzamiento, además de invocar el decreto real que le protege. El conde, aún reconociendo sus razones, quema tan comprometedora carta, en la llama de una bujía, y los demás documentos del sublevado. Ante la vehemente protesta del prisionero, el de España, ambicioso y cínico, exclama: “Vos vais a morir, pero yo salvo a mi rey”. Jorge Bessières y sus siete compañeros, sin poder declarar ni defenderse, son encarcelados en una casa de esquielo. Después de recibir los acostumbrados auxilios espirituales, son fusilados a las ocho y media de la mañana del veintiséis de agosto de 1825. Las tropas ejecutoras desfilan marcialmente ante los cuerpos de los sediciosos. El conde de España, ufano y altivo, es premiado, gran paradoja del destino, con la gran cruz de Isabel la Católica y Saturnino Abuín consigue el ascenso a coronel. Bessières se convierte en una leyenda para los absolutistas, en una figura honorable para el ya incipiente partido carlista y en un hombre sin escrúpulos para constitucionalistas y liberales.
El velo de la conspiración nunca fue descorrido del todo. Fernando VII y su camarilla se niegan a descubrir a los promotores del abortado pronunciamiento. Para cubrir las apariencias, se limitan a expulsar de la corte a destacados realistas, nobles, militares y altos eclesiásticos. En Cifuentes y Brihuega encarcelan a numerosos partidarios de Bessières, liberados meses después. Apagados los ecos de la ejecución de Bessières, Fernando VII forma un nuevo gobierno, encabezado por el XIII Duque del Infantado, Pedro Alcántara Álvarez de Toledo, incondicional partidario del monarca. Curiosamente los ultra absolutistas habían triunfado. Los liberales serán trágicamente perseguidos en una represión sin fin. Pese a insurrecciones y fusilamientos, revueltas y conspiraciones, Fernando VII siempre conservó la corona. Al fin y al cabo, ese fue el único objetivo de su triste reinado.
Javier Davara
Periodista
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid.