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En los años 60 en la Travesaña Baja de Sigüenza, se vivía un ambiente muy cercano y familiar. Todos los vecinos se conocían, las puertas de las casas estaban siempre abiertas y se sabía quién vivía en cada una de ellas. Apenas transitaban vehículos por las calles, a las fachadas se adosaban poyos de piedra a modo de bancos, que décadas más tarde sucumbirían ante la modernidad, cediendo el espacio a las aceras. En las noches de verano, después de cenar, los vecinos de la salían a la calle a tomar el fresco. Sentados en los poyos de piedra, se entretenían hablando y sacaban sillas bajas de sus casas para ofrecer a unos, otros, los veraneantes del barrio, se acercaban con hamacas de madera y loneta verde. Entre ellos había un peluquero que tenía casa en Sigüenza y una barbería en Madrid y disfrutaba contando anécdotas de sus clientes y chismorreos de la Villa y Corte. Se llamaba Hilario, venía acompañado por una criada de toda la vida, llamada Práxedes. Ella era mayor y con tantos achaques, que prácticamente los papeles se invertían y era él quien la cuidaba. Como le gustaban tanto aquellas tertulias al fresco, se las organizaba para dejarla atendida pronto y no perderse la cita vecinal, donde destacaba por su mundología y su amplia conversación. Allí se hablaba de todo y, especialmente de la guerra. Sólo habían pasado veinte años, estaban muy recientes las heridas que habían marcado sus vidas con dureza. El recuerdo de los bombardeos, que destruyeron el paisaje urbano y rompieron las familias, los que murieron, desaparecieron o fueron enviados a campos de trabajo, el hambre y el miedo, afloraban con frecuencia en sus conversaciones. El mismo miedo que sentían los niños que, junto a los mayores, escuchaban inquietos las historias que contaban y, más de uno se iba a la cama angustiado.

Por las mañanas la calle recuperaba su ritmo, el camión de la basura, anunciaba a los vecinos su llegada con un toque de campanilla, era la señal para sacar los cubos de las cocinas y dárselos al operario que, tras vaciarlos en el camión y se los devolvía. Después la calle era tomada por la chiquillería del barrio, dispuestos a pasar el día al aire libre. No había columpios, pero conocían muchos juegos divertidos donde participaban cuantos querían. Jugaban al Teje, que dibujaban con una tiza en la calle de los Herreros, al “pase misí, pase misá, por la Puerta de Alcalá…” y a los chandarmes, el más entretenido de todos. Cuando se cansaban, abandonaban el juego, marchándose a la calle Herreros, a la de la Torrecilla, e incluso al Oasis, a buscar otros amigos y otro entretenimiento. A veces, los juegos se convertían en travesuras. Una de las más atrevidas era la de los botes llenos de agua que colgaban en las ventanas, sujetos con una cuerda que llegaba hasta el suelo y nivelados con una piedra de contrapeso. Una vez colocada la trampa, se escondían cerca para observar. Cuando pasaba alguien y pisaba la cuerda, el bote de agua caía sobre su cabeza y ropa y, eran tales los gritos y exclamaciones, que las madres se asomaban desde las ventanas y, disgustadas, llamaban a los chicos a voces para que entraran en casa y dejaran de hacer fechorías. Para mantenerlos ocupados y evitar trastadas, algunas les encargaban tareas domésticas, les mandaban al Pinar a por pinocha para encender las estufas en invierno o a las tiendecillas del barrio: a los ultramarinos de Domingo o al de Eusebia y Julián, en los que se compraba desde velas para San Vicente hasta lechugas recién cogidas de la huerta, aceitunas, bonito en escabeche y unos tomates enteros y pelados envasados en grandes latas que abrían para vender a peso y el aceite que se vendía por litros y unas bolillas y chiles que eran las delicias de los pequeños.

También les mandaban bajar hasta el atrio para comprar un melón en el puesto que una melonera montaba todos los veranos delante de la imprenta de los Carpintero, junto a la fuente de la catedral. El acceso de entrada al local le servía de guarida nocturna, allí pasaba la noche, echada en el suelo, a duermevela, vigilando su mercancía, que previamente había cubierto con una gran lona para proteger los melones del frio nocturno. La melonera era una mujer de cabello canoso y rizado, de hueso ancho y curvas redondeadas, que cubría con una falda larga, sobre la que colgaba un delantal de cuadros anudado a su cintura, con un gran bolsillo delantero para guardar el dinero. Ella venía sola, después llegaba un camión lleno de sandías y melones, que llevaban rodando hasta el puesto donde cuidadosamente los colocaba para la venta. Sus melones eran apreciados por su frescor, dulzor y sabor. Olían a melón recién cogido, siempre salían buenos. Pero un día le llegó un cargamento de melones tan verdes y duros que, para poderlos vender, se le ocurrió ir en busca de unos cuantos maduros, trocearlos y ofrecerlos al público haciéndoles creer que aquello que probaban era lo que compraban, al llegar a casa, los melones no sabían igual…más de uno fue a la melonera a protestarle por el engaño.

Uno de los locales más frecuentados por los vecinos de la Travesaña baja, era la Taberna de la Marina, sobre todo al final de la jornada, los hombres se juntaban a tomar un chato de vino y, los domingos el vermú que servían en botellitas, Marina y su hermano Juan. También acudían a la taberna los chicos a ver la televisión, especialmente las corridas de toros. Eran los años en que aún no había televisores en las casas y en las plazas de toros triunfaba el Cordobés, con el salto de la rana, que tanto asombro y admiración causaba, dejando boquiabierto a más de uno. Había bastante afición taurina entre la chiquillería del barrio y, a falta de corridas, se improvisaban encierros callejeros. Timoteo, el marido de Marina, tenía un establo con vacas muy cerca de la taberna, junto al arquillo. Cuando sacaba las vacas al campo, a la vuelta, para encerrarlas soltaba algún torillo. Los chicos disfrutaban mucho corriendo por la calle, aunque más de uno, al presentir el peligro, se encaramaba a alguna ventana, al paso del ganado. Esta misma situación se repetía en las ferias de marzo y octubre cuando los ganaderos y feriantes, al anochecer, llevaban a sus reses desde el Paseo de los Hoteles hasta las cuadras de la Travesaña baja a pasar la noche.

Durante las fiestas de San Roque, los chicos esperaban ansiosos la llegada de la comparsa de gigantes y cabezudos, que sólo se sacaban un día, como anunciaban los programas de fiestas. Al llegar el mediodía, un repique general de campanas y un disparo de cohetes y morteros anunciaba su salida, acompañados por la banda de música y el público infantil que s eles iba uniendo, los gigantes y cabezudos, recorrían la calle mayor, Travesaña baja, calle de los Herreros, cruzar el Portal Mayor para bajar por la calle de Valencia. Bailar junto a ellos y acompañarlos en su recorrido era una de las actividades más deseadas por los pequeños.

Entre los acontecimientos que los vecinos de la Travesaña baja disfrutaban con alegría, estaba la celebración de los bautizos en San Vicente. No se invitaba pero todos sabían cuando era la fiesta y se acercaban a la casa, a la espera del regreso de la familia desde la iglesia a casa, donde se obsequiaba con una merienda o un chocolate a los más allegados. Al ver al padrino, los chicos a viva voz cantaban a coro:

" Bautizo cagao, que a mi no me has dao,

si cojo al chiquillo lo tiro al tejao. 

Eche, eche, eche, no se lo gaste en leche,

eche usted padrino, no se lo gaste en vino,”

El padrino se hacía un poco de rogar delante de los chicos, como si sus peticiones no tuvieran que ver con él, hasta que entraba en casa, cogía una bolsa y, desde la puerta o la ventana, lanzaba una lluvia de caramelos y algunas perrillas, grandes y chicas. Al caer al suelo, los chicos, alborozados, corrían a pisar la moneda con el pie, para hacerla suya y al tiempo coger los caramelos y echarlos al bolsillo. Más tarde, se juntaban en algún rincón a hacer recuento del botín y pensar donde guardarlo o, tal vez esperar a terminar las golosinas y comprarse aquellas bolillas de chicle que vendían en los ultramarinos.

Empezaba así a caer la tarde en la Travesaña baja, una tarde de verano de uno cualquiera de aquellos años 60. Pronto resonarían en la calle las voces de las madres, desde las ventanas, llamando a cenar y habría que apresurarse, porque luego, como cada noche, los mayores saldrían a la puerta de casa “a la fresca” y a comentar con los vecinos las novedades del día.

Amparo Donderis Guastavino

Archivera Municipal de Sigüenza

 

 

 

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