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No hay nada más divertido que encontrar a un “leído” de esos que consideran tonto a un inteligente no leído. Y si encima el no leído tiene espíritu sarcástico, el sainete está servido.

Norberto Caimo fue un ejemplar de ese clero siempre “moderno” y al día. Era un monje jerónimo de Lombardía (Italia) que estuvo en España en 1775 y luego publicó una relación del viaje en cuatro tomos, de forma anónima.

Como él era superior, todo su paso por nuestra tierra es el paso por una zona “subdesarrollada”. Menos mal que llegado a Sigüenza la posada no era de las peores “y me encontré allí bastante bien”, aunque tiene que notar que los insectos se habían cebado en él.

Había querido venir a Sigüenza para conocer la universidad y sus tres colegios. Empezó por visitar la catedral y como el monumento es lo que es, no le quedó más remedio que criticar a “un coro numeroso de músicos que cantaban alternativamente; me pareció oír cigarras”.

Ya al describir su entrada en la ciudad había tachado a los seguntinos de pueblerinos, por la curiosidad demostrada “como si jamás hubiesen visto allí extranjeros”.

Pero ya en la universidad tiene que constatar que hay “una gran biblioteca” y el listo de él, en una universidad dada al humanismo constata que en lugar de Newton, Descartes, Galileo, de Malebranche, de Pétau, de Bossuet, se encuentra a Escoto, Molina, Escobar, Gómez, Suárez, Sánchez, del Río, Ledesma, Granada “y otros autores de la misma tela”.

Siendo un listillo superior no tardó en manifestar sus crítica y cuando le preguntaron si en Italia había semejantes bibliotecas públicas, había contestado que, por suerte para los italianos, no pero que si por suerte ocurriera que se formaran semejantes “no tardarían en enviar todos los volúmenes a las cocinas para encender el fuego o para otros usos del mismo género”. O sea un personaje culto que seguramente condenaría la quema de libros por la inquisición, a menos que no fueran los que él dijera.

Ignoro si se lo inventó o fue verdad – habría que ver si se han conservados los títulos de las tesis–; el caso es que afirmaba haber asistido a la discusión de una tesis en la facultad de medicina, titulada “de qué utilidad o de qué perjuicio sería al hombre tener un dedo más o un dedo menos” e ironiza el “superior” diciendo que habría esperado otra discusión sobre “si para gozar de buena salud era preciso, al cortarse las uñas, empezar por la mano derecha o por la izquierda, por el pulgar o por el meñique”.

El caso es que su suficiencia, su altanería, tuvo que cabrear a algún seguntino con ironía y buen arte a la hora de actuar, pues lo llevó a una iglesia cercana, donde había una gran piel, “que tomé por una piel de cordero”. “Las personas con quienes yo estaba me aseguraron que era la piel de una araña. Me puse a sonreír, pero viendo que se esforzaban por persuadirme de que era realmente la piel de una araña, tuve compasión de ellos y no dije nada”.

Hizo bien en callarse porque en caso contrario lo mismo le hubiera caído algún tomatazo. Los debía haber hartado pues dice que se sentía excitado por la cantidad de pimienta con la que todos los alimentos se hallaban sazonados, hasta sentirse incomodo por ello y por eso decidió largarse.

Pero siempre hay gente buena en Sigüenza y una persona, que le había tratado con gran amabilidad durante su estancia, se le acercó y le dio un pan de un pie largo de espesor relleno de una gruesa tortilla con bastante bacalao. Y es lo único positivo que encuentra: “Fue eso para mí un obsequio precioso y del que quedé muy agradecido a mi bienhechor”. Porque llegó a Mirabueno a la hora de comer y no tuvo más remedio que echar mano del pan y la tortilla.

¡Vaya personaje!

 

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