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Ábside-y-torre-de-San-Barto

En la serranía de Guadalajara, anchurosas y altas tierras de ventosos y fríos páramos, en el confín oriental del macizo de Ayllón, conforman mágicos paisajes de seductora belleza. A más de mil trescientos metros de altitud, la sosegada villa de Campisábalos, antiguo emplazamiento andalusí, guarda la atractiva cadencia románica, sagrada y medieval, de su iglesia parroquial de San Bartolomé, levantada a finales del siglo XII. La bella iglesia, atribuida a  Domenicus Martinus, goza de una atrayente traza románica teñida de abundantes rasgos mudéjares. Una sola nave con ábside semicircular, excelente portada de cinco arquivoltas y torre del tiempo renaciente. El templo se completa con un donoso pórtico cubierto, abierto al mediodía, un ámbito adecuado para resguardarse del duro clima de la comarca, un lugar de encuentro de los vecinos reunidos en concejo. Una portentosa manifestación artística.

Al contemplar la fachada meridional de San Bartolomé, el asombro y la admiración llenan el alma del caminante. Adosada al muro sur de la iglesia, resplandece la capilla de san Galindo, un fascinante añadido románico erigido en el siglo XIII, así llamada en recuerdo de su fundador y mecenas. En su delicada traza nada es casual. La capilla habla profusamente de lo humano y de lo divino por medio de dos lenguajes figurativos distintos. Uno geométrico, de talla pulida y de arraigo mudéjar, en la muy bella portada abocinada de cuatro arquivoltas y en la fantástica celosía del óculo absidal; otro, más decorativo en la vistosa ornamentación de los capiteles del interior del templo.

La historia del caballero de san Galindo está envuelta en las brumas del secreto. Hijo de una familia de repobladores, procedentes allende del río Duero, asentados en estas tierras arriacenses tras ser arrebatadas a los musulmanes en tiempos del monarca Alfonso VI. El caballero es el benefactor de Campisábalos, entroncado con los monjes hospitalarios y, posiblemente, con los templarios. Manda construir la magnífica capilla, destinada a su enterramiento, y un hospital, hoy desaparecido, para dar cobijo a los peregrinos de esta senda subsidiaria del camino de Santiago. Años después, las rentas de esta obra caritativa pasan al concejo de Atienza.

Seculares leyendas, contadas en largas noches de invierno, generación tras generación, narran prodigiosos sucesos. El caballero de san Galindo tiene una hermana, de la cual, por azares de guerras y pestes, es separado en su primera infancia. Al cabo del tiempo, los hermanos se encuentran y surge entre ellos un amor irreprimible, una ardorosa y consumada pasión. Al conocer su vínculo fraterno, sintiéndose culpables de su nefando proceder, se recluyen en la capilla hasta su muerte. Algunos dicen que se entierran vivos. Fabulosa narración envuelta en míticos susurros.

Los restos mortales del caballero reposan en el presbiterio de la capilla, en el muro norte, debajo un arcosolio, protegidos por una noble verja de hierro forjado. Un poco más allá, una inscripción, presidida por el escudo de armas del caballero, mandada hacer, entre otros, por el alférez mayor, García Medrano Bravo, antepasado del famoso comunero Juan Bravo, también atencino, da noticia de los avatares de nuestro personaje. En el arco triunfal del presbiterio, encima de la sepultura del caballero de san Galindo, figura un capitel profusamente tallado. Un centauro dispara su flecha sobre bestias de cabeza humana que portan en sus lomos una arpía encapuchada. Enigmáticos animales, maléficos y demoniacos, sugerente símbolos de las pasiones humanas, vigilan el recuerdo del caballero.

En el centro del presbiterio de la capilla, un singular óculo, ornado con celosías de piedra, tentadoramente hermosas, rompe la oscuridad del ábside. Un hermético esbozo, formado por dos triángulos equiláteros cruzados, dibuja el sello del rey Salomón, y dentro del hexágono resultante se distingue una cruz de ocho puntas, la cruz de los monjes hospitalarios. Un radiante polígono de doce lados. El número doce evoca un nítido mensaje de perfección y de equilibrio: los doce signos del Zodiaco,  los doce trabajos de Hércules, las doce tribus de Israel, los doce caballeros de la Tabla Redonda. Sin olvidar, otros signos de la espiritualidad cristiana: los doce apóstoles de Cristo, las doce puertas de la ciudad del Apocalipsis, o los doce dones del Espíritu Santo. Una interpretación inigualable.

La capilla de san Galindo guarda una sorpresa más. En el exterior del muro meridional, en piedra erosionada por el tiempo, resplandece un excelente friso escultórico con un calendario de quehaceres agrícolas y domésticas. Según parece, es el único calendario hispano tallado sobre un muro, y debe ser leído de derecha a izquierda, una atávica reminiscencia mudéjar. Cada uno de los meses del año, de nuevo el número doce, representa una actividad cotidiana de la vida de las gentes. Una gloriosa sucesión de ritos y ceremonias. El ciclo de los días en un constante y eterno retorno. Debajo de tan espléndido friso, un vano circular, rodeado de una chambrana de entrelazos, pone la rúbrica a tan imaginativo calendario. Al abandonar Campisábalos, por el camino de Atienza, una pulcra portada románica, hoy entrada del cementerio, adornada por tres arquivoltas de arcos de medio punto, presenta varias cruces patadas, antiguo símbolo templario, inscritas en círculos de piedra. El recuerdo del caballero de san Galindo, de sus misterios y leyendas, nos acompaña en nuestro caminar.

Javier Davara
Periodista
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid

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