El añejo sabor de las tierras de Sigüenza, ha cautivado, a lo largo de los tiempos, a ilustres y afamados literatos y pensadores, escritores y periodistas, golosos de conocer la singular belleza de sus monumentos, las costumbres de sus gentes, y el encanto de sus paisajes. Entre otros, recordamos a los excelentes poetas Gerardo Diego y Rafael Alberti; los prestigiosos novelistas Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán; ensayistas y filósofos de la talla de José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno; los admirados periodistas César González-Ruano y Josep Pla, sin olvidar a los recordados Camilo José Cela y Luis Carandell.
Hoy hablamos de periodistas y periódicos. Hoy hablamos de los profesionales de la información, del noble quehacer de informar, tarea imprescindible en toda sociedad democrática, libre y avanzada. Uno de los nuestros, el gran articulista gallego Julio Camba, figura señera de la historia de la prensa española, nacido en Vilanova de Arousa en 1882 y fallecido en Madrid ochenta años después, se suma, por méritos propios, al importante elenco de los nombres antes dichos. Un inolvidable personaje, inconformista y elegante, culto y provocativo, que vivió los doce últimos años de su vida en una habitación del madrileño Hotel Palace. Perdidos gustos estimulantes y burgueses.
Julio Camba inicia su andadura informativa en los primeros años del siglo pasado y, muy pronto, se convierte en un extraordinario narrador, de los más leídos de su tiempo, dueño de un depurado y primoroso estilo, que oficia un periodismo libre y crítico, algo que hoy día tanto se echa en falta. Al ser fundado, en el mes de diciembre de 1917, el diario madrileño El Sol, de carácter ilustrado, liberal y renovador, bajo la tutela intelectual de José Ortega y Gasset, Camba se incorpora a la redacción del nuevo rotativo. En el mes de marzo de 1919, hace noventa y cinco años, escribe en sus páginas un cuidadoso artículo, escrito en primera persona como tenía por costumbre, titulado Los admiradores son un peligro. Sus palabras, desenfadadas y teñidas de buen humor, hablan de un desconocido admirador, de un anónimo ciudadano de Guadalajara.
Volver a leer la admirable prosa de Julio Camba, de rasgos sencillos, concisos y fluidos, es un aconsejable placer:
“Parece ser – dice al comienzo del artículo – que hay escritores a quienes el público anima dirigiéndoles, con más o menos frecuencia, cartas de aprobación. Conmigo, sin embargo, este caso se da muy raramente y, si yo me hago la ilusión de ser leído por alguien, es, tan sólo, gracias a ciertas almas piadosas que de vez en cuando me envían misivas insultantes a propósito de mis artículos. Yo enseño estas misivas y consolido con ellas, ante las empresas, mi posición y mi prestigio”.
Al hablar con los propietarios del periódico, exclama irónicamente:
“No dirán ustedes que mis trabajos pasan inadvertidos o que no hacen mella. Aquí hay un señor que me llama animal y otro que me anuncia un garrotazo en la cabeza. Creo que el éxito no admite dudas.Pero, hace unos días, me ha salido un admirador, un verdadero admirador en la provincia de Guadalajara. Soy, me viene a decir este hombre magnífico, uno de sus lectores más asiduos y más inteligentes, y me he suscrito a El Sol con el único objetivo de ver los artículos de usted...”
Julio Camba, animado por el entusiasta vecino arriacense, prosigue su feliz narración:
“Desde entonces, yo no puedo escribir, porque la imagen de mi admirador me obsesiona por completo. Si se me ocurre un asunto bonito, cojo la pluma e inmediatamente me digo: -¿Le gustará este tema al señor de Guadalajara? Yo tengo la sensación de que escribo únicamente para este señor, y no quisiera defraudarle”.
Entre dudas y vacilaciones, Julio Camba deja volar su ingenio, sin revelarnos nunca donde reside su borroso seguidor:
“Este señor vive en un pequeño pueblo de la provincia, donde, por desgracia, yo no he estado nunca. Ignoro en absoluto la ideología local, y esto pone en mi trabajo dificultades enormes”.
Parece que Camba va a resolver sus interrogantes.
“De buena gana –afirma garboso - me pasaría varias noches en claro leyendo, con unas gafas muy gordas, unos volúmenes muy grandes, si a esta costa pudiera llegar a conocer las opiniones políticas, estéticas y religiosas que predominan en el distrito”.
Sin embargo, nuestra esperanza de saber algo más del lector guadalajareño se desvanece.
“Por desgracia – continúa diciendo – la cosa es imposible y yo temo siempre desilusionar a mi admirador. Tal párrafo que acabo de escribir creo que le parecerá vulgar, y lo borro. Pongo en tensión todos mis nervios hasta que se me ocurre una cosa más fina, y entonces me asalta un pensamiento terrible. -¿Entenderá esto mi admirador? – me pregunto. ¿No resultarán estas consideraciones demasiado sutiles para un pueblo de pocos vecinos?”.
Julio Camba termina su artículo con estas alborotadoras y jocosas expresiones:
“Verdaderamente, el señor de la provincia de Guadalajara ha tenido una idea bien peregrina cuando se ha decidido a admirarme. Ahora comprendo por qué tantos escritores malos tienen tantos y tan buenos admiradores” Y concluye con pintoresca mordacidad: “Con dos admiradores más, yo me volveré completamente idiota”.
Al evocar la sugestiva narración de Julio Camba, ameno ejemplo de crónica ligera y atrevida, un rosario de dudas nos asalta: ¿Su magnífico artículo es sólo un grato recurso literario? ¿Existió tan incondicional lector? ¿Cual es el pueblo de donde vivía el asiduo admirador? ¿Tal vez en Sigüenza o Atienza? ¿Acaso un lugar más pequeño? Yo no tengo ninguna respuesta. Si alguien lo sabe, que nos lo diga. Nuestro agradecimiento va por delante.
Javier Davara
Periodista, Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid