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Muhammad ibn Abi Amir, el Almanzor de los cantares castellanos, es un deslumbrante personaje histórico enmarañado entre mitos y quimeras. Hidalgo de buena cuna, audaz y sin escrúpulos, intransigente guerrero y ambicioso gobernante, duerme silencioso en la memoria colectiva de los españoles. El califato de Córdoba, la verde tierra de Al-Andalus, extiende su poder por la mayor parte de las tierras hispanas. Los pueblos y ciudades de Guadalajara, durante casi cuatro siglos, quedan integrados en la llamada Frontera Media. El rocoso castillo de Atienza, Antinisa en el decir árabe, eterno vigilante de sendas y caminos, guarda los pasos hacia predios cristianos. Son los últimos años del brumoso siglo X.

En la primavera del año 980, el anciano general Teman Galib, gobernador de Medinaceli, invita a su yerno Almanzor, entonces casado con su hija Asma, a un banquete en la fortaleza de Atienza. El gentil obsequio oculta una trampa sutil. Galib había decidido asesinar al jerarca andalusí. Años antes, los dos personajes habían acordado un pacto de familia. Almanzor se adueñaría del poder en la corte califal y Galib administraría a su antojo la alta serranía de Guadalajara. Ahora, celos y envidias envenenan sus nunca fáciles relaciones.

El victorioso Almanzor, al frente de un poderoso ejército, dispuesto a comenzar una expedición de castigo por tierras cristianas, asoladora y sangrienta algazúa, acampa en las proximidades de Atienza. Altivo y confiado, se dirige hacia el salón principal del castillo. Nada sospecha. Tras un tibio saludo, Galib, henchido de ira y despecho, alfanje en mano, se abalanza sobre su yerno. El cadí de Atienza, alarmado y confuso, traba el brazo del colérico gobernador y desvía el mortal golpe. Almanzor, según cuentan las crónicas árabes, se lanza al vacío por una de los ventanales de la fortaleza. Un saliente de la muralla protege su caída. Los dioses siempre nos amparan. Herido y maltrecho se refugia en el campamento de sus tropas.

Una vez curado de sus heridas, Almanzor desgrana su venganza. Asalta, saquea y ocupa, el bastión de Medinaceli, el palacio celeste de su suegro. Galib, al conocer el cruel despojo, preocupado por su vida, pide ayuda al conde castellano García Fernández, el de las manos bellas, y al rey Sancho II de Navarra, mientras se hace fuerte en el castillo de Atienza.

Un año después, Almanzor, al mando de una numerosa hueste de bereberes, de las temerarias milicias cordobesas y las guarniciones de la frontera, avanza desde Medinaceli hasta la villa atencina. Tras varios días de marcha llega al lugar de Torrevicente, luego llamado san Vicente de Atienza, hoy una aldea agregada al municipio de Retortillo de Soria, donde espera a sus enemigos. Un bello y rudo paisaje cubierto de álamos. Galib, el guardián supremo de estas altas comarcas, flanqueado por sus leales y los cristianos capitaneados por el conde García Fernández, acude a la inexorable batalla. No sabe que perderá la vida.

Los dos ejércitos se avistan el jueves 8 de julio del año 981. Galib, al ver las tropas bereberes al lado de Almanzor, exclama escandalizado: ¿Quiénes son ésos? ¡Atacadlos en nombre de Dios! El cielo prefiere a Almanzor. Teman Galib, cubierto por una pesada cota de mallas, espolea a su caballo. Un fatal tropiezo, según dicen, desploma a ambos en una profunda hondonada. El pomo de la silla de montar se clava en su pecho. El viejo combatiente agoniza en una fragosidad del terreno. Los bereberes entregan a Almanzor, como prueba de su victoria, la cabeza ensangrentada de su suegro. Los musulmanes dan gracias a Alá con fuertes y grandes voces. Los cristianos, aliados del gobernador musulmán, huyen despavoridos por los campos atencinos. la caballería andalusí los persigue y diezma sus filas. El conde García

Fernández logra escapar. El cadáver de Galib es llevado a Córdoba, la capital califal, y crucificado en una de las puertas de la ciudad. Luchas heroicas y bárbaras costumbres. Tras la batalla, Almanzor se acomoda en el castillo de Atienza. La noble villa serrana permanecerá durante más de un siglo en poder de los árabes hispanos.  

El poder de Almanzor es absoluto. Seducido por la guerra santa, estío tras estío, durante más de veinte años, acomete sin descanso a los reinos cristianos allende del Duero. No busca ampliar sus dominios, sólo desea llevar la desolación a los más descollantes monasterios y ciudades. Al volver de una de estas algaradas Almanzor se siente enfermo. Postrado en una litera, llevada a hombros por sus soldados, consigue llegar a Medinaceli, su muy amado palacio de verano. Sintiéndose morir, dicta sus últimas voluntades. El gran guerrero fallece el día 11 de agosto de 1002, en el año 392 de la Hégira musulmana. Tiene sesenta y dos años de edad. La nunca sucedida batalla de Calatañazor, la altura de los buitres, donde Almanzor perdió el “atambor”, es imaginada doscientos años después de su muerte. La castellana Crónica Silense, compuesta en latín en el primer tercio del siglo XII, afirma con rotundidad: “Almanzor fue muerto en la gran ciudad de Medinaceli y el demonio que habitó en él, en vida, le llevó a los infiernos”.

Javier Davara
Periodista, Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid

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